El ojo y la lupa

Oliver Twist en Colombia

Son muy raros los libros capaces de conmover sin recurrir a la sensiblería. Uno de ellos es, sin duda, Memoria por correspondencia (Asteroide), de la pintora colombiana Emma Reyes, fallecida en Burdeos en 2003 a los 84 años.

¿Pintora o escritora? Las dos cosas. Una buena pintora, aunque no muy conocida, parte de cuya obra puede contemplarse en la Fundación Arte Vivo Otero Herrera de Málaga. Pero también una extraordinaria escritora, sin obra publicada en vida, tal vez porque lo que tenía que contar, y que le fluyó de las entrañas como un vómito, le parecía a ella misma excesivo.

Este documento excepcional, narrado con la ingenuidad de una niña –primero- y de una adolescente –después- reúne en sus escasas 170 páginas 23 cartas escritas por Reyes entre 1969 y 1997 a su compatriota, historiador e íntimo amigo Germán Arciniegas, en las que describe las penosas condiciones en las que transcurrió su infancia. Hay ecos evidentes de Oliver Twist y de Las cenizas de Ángela pero, con permiso incluso de Dickens, transmite al lector una superior sensación de autenticidad. Es más, precisamente porque no pretende ser literaria, la autora alcanza la excelencia literaria, la única capaz de tocar la fibra más sensible del lector.

Arciniegas mostró las cartas a García Márquez, quien animó a Reyes a seguir escribiendo, pero ella no autorizó la publicación de Memoria por correspondencia hasta después de su muerte, con el mandato de que los derechos de autor se entregasen a una fundación colombiana que se encarga de acoger y educar a niños desamparados.

Ella misma fue una de esas niñas. En sus cartas relata primero sin artificios, con un lenguaje cuya eficacia deriva de la espontaneidad y la falta de pretensiones, su experiencia con cuatro y cinco años, sometida junto a su hermana a la voluntad de una mujer con la que no se sabe si tenía algún parentesco, y que desaparecía de la mañana a la noche dejándolas encerradas en una habitación sin ventanas y cerrada a cal y canto, con el mínimo alimento para que no muriesen de hambre.

La señorita María no les muestra cariño, pero tampoco las maltrata en sentido estricto, al menos no de forma habitual. Se ocupa de ellas por razones que no se detallan –la misma Emma las ignora-, pero permite que se críen como animales, les oculta su origen y las mantiene ajenas incluso al sentido de las palabras papá y mamá. Su desapego hacia las niñas culmina con un abandono y con el posterior ingreso en un convento de clausura en que la futura pintora y escritora permanece, sin pisar nunca la calle, hasta que se escapa a los 19 años. Las monjas ni siquiera le enseñaron a leer y escribir.

En el convento se acoge a unas 150 niñas de diversas edades y cuya situación concreta en ese micromundo depende en gran medida de su origen, porque no es lo mismo una niña de la calle (como ella y su hermana) que la hija ilegítima de un político que no escatima las donaciones. Esas diferencias son incluso más marcadas entre las monjas: las de origen humilde están al servicio de las de buena familia, se supone que porque éstas últimas son importantes benefactoras de la institución y hacen valer ese privilegio. Tres de las religiosas, escribe Emma, "representaban la aristocracia y el resto éramos la chusma". Allí comprendió que "la humanidad se divide en clases sociales y el poder sólo lo pueden tener los de las clases privilegiadas".

Emma y su hermana son explotadas como esclavas, tratadas con desprecio, alimentadas con cicatería y discriminadas porque no pueden demostrar si están o no bautizadas. Durante más de 12 horas al día barren, friegan, lavan ropa ajena y bordan mantelerías y ropa de cama para la alta burguesía bogotana. Los menores deslices, sobre todo los derivados de su ignorancia de cuestiones religiosas, son castigados con severidad.

Por supuesto, había monjas malas, regulares y buenas; bondadosas y crueles. Pero todas ellas marcadas por lo antinatural de su voluntaria reclusión. Por su parte, Emma sufre pero, aún sometida por un poder casi siempre arbitrario que controla cada aspecto de su vida, también tiene sus buenos momentos. Sin comprender del todo, casi sin saber en qué consiste, Dios es fuente de consuelo para ella, aunque también de desconcierto. Pondré un ejemplo de esta peculiar educación religiosa que, además, puede ayudar a entender cómo el lenguaje –que reproduce el habla infantil y su insuficiente vocabulario - es una de las claves de la fascinación que causa la lectura de Memoria por correspondencia:

"Nos contó la historia de un niño que se llamaba Jesús, la mamá de ese niño también se llamaba María [como una religiosa a la que Emma adoraba], eran muy pobres y habían viajado en burro ( ...) Ese niño tenía tres papás, uno que vivía con su mamá, que se llamaba José y que era carpintero; el otro papá era viejo con barbas y vivía en el cielo entre las nubes y ese papá sí era muy rico. La monja nos dijo que él era el dueño de todo el mundo (...) El tercer papá se llamaba Espíritu Santo y no era un hombre, sino una paloma que volaba todo el tiempo. Pero como la mamá vivía solo con el papá pobre, no tenían ni casa en qué vivir y cuando nació el niño Jesús tuvo que ir a nacer a la casa de un burro y una vaca".

No es de extrañar que, para poder ver a Dios más de cerca, su hermana y ella trepasen a un árbol del que tuvo que bajarlas "un hombre vestido de militar". "La vieja que llamaban madre superiora nos pegó en la cabeza y las piernas, pero cuando les dijimos que habíamos subido para ver si veíamos al niño Jesús en el cielo todas se pusieron a reír y se lanzaron sobre nosotras y nos llenaron de besos".

Memoria por correspondencia se convirtió en un gran éxito cuando se publicó en Colombia en 2012, y merece correr la misma suerte en España. Es el relato conmovedor de unos hechos ocurridos en Colombia en la década de los veinte del pasado siglo y la primera parte de la de los treinta; una excepcional muestra de novela de la realidad. Si Dickens la hubiera podido leer quizá no le habría merecido la pena escribir Oliver Twist.

El libro deja en el lector una inconcreta desazón y un par de preguntas: ¿cómo es posible que su autora no se convirtiese en una escritora profesional? Y, ¿qué fue de su vida desde que huyó del convento? La primera quedará básicamente sin respuesta; la segunda se contesta en parte en el prólogo de Leila Guerriero y en los apéndices de Germán Arciniegas (que la compara con Flora Tristán) y del periodista colombiano Diego Garzón. Este último recoge una declaración reveladora de Emma Reyes sobre su arte: "Mi pintura son gritos sin corrientes de aire. Mis monstruos salen de la mano y son hombres y dioses o animales en mitad de todo. Luis Caballero dice que yo no pinto mis cuadros: que los escribo". Pintora y escritora al mismo tiempo.

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