El ojo y la lupa

‘Ma ma’: más lacrimógena que Cinema Paradiso

Al salir de ver Ma ma, le oí decir a un hombre de mediana edad: "He llorado más que con Cinema Paradiso". Otros espectadores se sonaban la nariz, se secaban la lagrimilla o susurraban a su acompañante con voz temblorosa. Que nadie se llame a engaño con la última película de Julio Medem. No se esperen "una de Medem". Es un cambio radical en su filmografía, habitualmente más fría, reflexiva, distanciada, arriesgada, experimental.

Si esto fuese una crítica convencional quizás habría que decir que, pese a su impecable factura, Ma ma no es una gran película. Ni siquiera en su género, el melodrama. Hace trampa. No es demasiado difícil conmover si -con el oficio de un buen director, un eficaz equipo técnico y unos magníficos actores- se mete en el mismo paquete argumental a un ojeador futbolístico que acaba de perder a su mujer y a su hija, a una guapa y valiente cuarentona abandonada por su marido y a la que se detecta un cáncer de mama, a un chaval encantador tan interesado en el fútbol como en saber si existe un alma inmortal, a un ginecólogo tan capaz de tratar a una enferma con cariño y dedicación como de cantarle una balada para aliviar su pena y, por fin, del toque exótico de una rubia y hermosa niña de un orfanato de Siberia que espera en el frío una adopción que quizás no llegue nunca.

No destripo la película, solo explico su planteamiento. Me guardo el remate, aunque será difícil que no lo adivine quien se fije en el título o haya visto el trailer o la publicidad. Tampoco hay ningún gran misterio. No es un thriller. No van por ahí los tiros. El eje es la acumulación de emociones.

Este recurso desmedido al sentimentalismo, llevado a sus extremos, tan excesivo, es el principal punto flaco de Ma ma, que habría ganado mucho con algo de contención y elipsis, diciendo menos y sugiriendo más, apelando un poco menos al corazón y un poco más al cerebro. Pero en fin, ha sido la elección de Medem, que por alguna razón quería añadir a su currículum un dramón a la vieja usanza, que se me ocurre comparar, pese a los numerosos aspectos divergentes, con Quiero vivir, realizada por Robert Wise el mismo año (1958) en que él nació.

Allí era Susan Hayward quien ponía al espectador con el corazón en un puño en su papel de una condenada a muerte en espera de ser ejecutada. Y aquí es Penélope Cruz quien, en una situación no tan diferente, compone un personaje memorable. La actriz, coproductora del filme, exhibiendo una espléndida madurez, afrontando el riesgo de que su belleza palidezca ante el rostro de la enfermedad, interpreta el mejor papel de su carrera, el de una mujer de espíritu optimista, con sempiterno buen humor, que busca siempre lo mejor de cada instante, intrínsecamente buena, la madre que todo hijo desearía, la pareja ideal, capaz de enfrentarse con enorme coraje a los golpes que da la vida. ¡Y qué golpes!

La Cruz es, sin duda, lo mejor de este melodrama con toques de cuento de hadas que, sí, puede hacer brotar más lágrimas que Cinema Paradiso. Avisados quedan. También de que el filme muestra una imagen de la sanidad pública española tan eficaz y amable, tan pendiente del factor humano, tan ajena a los recortes y las listas de espera, que casi dan ganas de ponerse enfermo para que te atiendan esos médicos y enfermeras tan entrañables.

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