El ojo y la lupa

Venga a nosotros tu Reino

Emmanuel Carrère, maestro de la novela de la realidad francesa, ha conseguido vender un cuarto de millón de ejemplares de su última pirueta literaria: El reino, que ahora publica Anagrama en castellano. Escrito en primera persona, es a la vez un relato autobiográfico centrado en la conversión temporal de su autor y su agnosticismo posterior, un cuestionamiento repleto de dudas de los principios esenciales de la fe, una novela histórica que recurre a la invención cuando las fuentes no bastan para reconstruir los hechos, una investigación libre sobre los orígenes del cristianismo, una relectura crítica de los Evangelios y una biografía selectiva del único de sus autores que no era judío, Lucas, y de aquel apóstol, Pablo, que sin ser de los doce propagó la nueva religión por el Imperio Romano y sentó las bases de la Iglesia. El resultado es perturbador y fascinante, como cabía esperar de quien ha rozado la obra maestra en varias de sus obras de no ficción, como Limonov y El adversario.

Hay en El Reino dos libros en uno: el que se desarrolla en el siglo I en Israel, Asia Menor o Roma, tras las huellas del Nazareno y de quienes llevaron su estela por lo que entonces era el mundo civilizado; y el que salta dos mil años, hasta el presente de Carrère, a sus experiencias primero con la fe y luego con su cuestionamiento. Es una materia prima que moldea con gran habilidad y talento de novelista para fabricar un éxito de ventas de qualité. Aparte del noruego Karl Ove Knausgard con los seis volúmenes de Mi lucha (tres publicados ya en España también por Anagrama), no conozco ningún otro caso reciente en el que un escritor haya sacado más partido literario, no tanto de los acontecimientos concretos de su vida, como de sus sentimientos más profundos y esenciales.

En ambos casos, no puedo evitar preguntarme cuánto hay de cálculo comercial en ese supuesto derroche de sinceridad y de strip tease religioso. Lo que está claro es que se las arregla muy bien para ofrecer algo que interese tanto a los creyentes como a los descreídos, lo que le obliga a recoger argumentos contrapuestos, a no hacer afirmaciones rotundas, a dejar siempre el margen a la duda, en definitiva a mostrar siempre un respeto hacia la fe que dice haber perdido. Porque ¿quién sabe...?

En el libro del siglo I, escrito por Carrère cuando han pasado 20 años desde que su trienio como cristiano fervoroso diera paso al agnosticismo, se cuestiona casi todo, excepto la existencia histórica de Cristo, hasta el punto de que tacha poco menos que de imbéciles a quienes se atreven a dudar de ella. Eso sí, hace notar su sorpresa porque el principal historiador judío de la época, Flavio Josefo, colaboracionista vendido a Roma, no le citase siquiera en su "censo interminable de agitadores, guerrilleros y falsos reyes".

De Lucas dice el autor que era, ante todo, un novelista para el que pide respeto como miembro adelantado de su mismo oficio. Un gran elogio. De él admira de forma especial la puesta en escena del Nacimiento: el establo, el pesebre, los pastores, el ángel ("el buey y el asno son añadidos posteriores"), con la referencia temporal del reinado de Herodes y del censo ordenado por Augusto, que al parecer, en contra de cuanto se nos ha contado, se efectuó 10 años después de la muerte del monarca. Y sigue los pasos de su colega Lucas que, a su vez, se convierte en la sombra de Pablo, un personaje trazado casi con los rasgos de un fanático malhumorado, incluso brutal e intransigente, cabeza de una facción –la externa- enfrentada, incluso violentamente, con la mayoritaria o interna, que se centra sobre todo en Israel, y que se personifica en sus rivales Pedro y Santiago, a quien presenta sin ambigüedades como hermano (de sangre, no simbólico) de Cristo.

Llegados a este punto, el autor deja claro que, convertido quizás de forma definitiva al racionalismo, no cree ni en que Dios dictase los Evangelios, ni en el nacimiento virginal de Jesús (Pablo se limita a decir que "nació de una mujer"), ni en la Trinidad, ni en que el Maestro no tuviese varios hermanos, ni en la resurrección, ni en la eucaristía, ni en los milagros ni, dando ya un salto de siglos, en la Iglesia. No faltan argumentos, señala, para reprochar a ésta haber traicionado el mensaje original que debía administrar. Jesús, añade, no habría salido de su asombro ante las hogueras de la Inquisición, la parafernalia del Vaticano, la infalibilidad del Papa... o la condena de los curas obreros.

Carrère utiliza multitud de fuentes, algunas tan remotas como el novelista maestro de la ciencia-ficción Philip K. Dick, converso fervoroso del que escribió una biografía y que decía a su escéptica esposa que "no vale la pena ser católico para racionalizar prosaicamente todos los misterios". Y dedica una atención muy especial a Ernest Renan, autor de las referenciales Vida de Jesús e Historia de los orígenes del cristianismo, que se propuso, según el autor de El Reino,  "devolver lo divino a lo humano y la religión al terreno de la historia". Para ello, hizo una criba en los evangelios –"esto sí, esto no, esto quizá"- para convertir a Cristo en "uno de los hombres más notables e influyentes que hayan vivido en la Tierra, un revolucionario moral, un maestro de sabiduría como Buda, pero no el hijo de Dios".

El protagonista del otro libro de El Reino es el propio Carrère. Refleja cómo se convirtió cuando apenas tenía 30 años, al extremo de ir a misa a diario, volver a casarse por la Iglesia y bautizar a sus hijos. Casi rozó el fundamentalismo. Escribió casi 20 cuadernos con reflexiones basadas en el Evangelio de Juan como ésta: "Un ateo cree que Dios no existe. Un creyente sabe que Dios existe. El primero tiene una opinión, el segundo un conocimiento".

Compara esa iluminación como una enfermedad de la que, dos décadas después, redacta la crónica en El Reino. Lo hará como Flaubert en Madame Bovary, metiéndose en la piel de quien más teme ser, "el que perdida la fe la examina con indiferencia" porque se ha convertido en lo que tanto le asustaba ser, un escéptico, un agnóstico, "ni siquiera lo bastante creyente para ser ateo".

Carrère se da cuenta de que, cuando se publique su libro, le preguntarán si es cristiano. Y se adelanta a contestar que no: "No creo que Jesús haya resucitado, que haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna". Es consciente de algo que se desprende de los Evangelios: que, en general, el Reino está cerrado a los ricos y a los inteligentes, de que para el que cree nada está perdido, aunque haya matado a su familia, como Jean-Claude Roman, protagonista (real) de su éxito de ventas y crítica El adversario, que se convirtió en la cárcel. Se sabe "inteligente, rico, de posición; otros tantos impedimentos para entrar en el Reino". Y se pregunta si con su libro traiciona al joven que fue, al Señor en el que creyó o si, a su manera, les ha sido fiel.

Extraño final del libro de quien ya no se considera cristiano. Hábil remate, sin embargo, de un escritor que no quiere que se le escape ningún lector, crea o no crea.

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