El ojo y la lupa

‘Narcos’: Pablo Escobar, contra Colombia y EEUU

Hay dos formas de ver Narcos, la serie sobre el narcotraficante Pablo Escobar, jefe del cártel de Medellín. Una, como un logrado espectáculo televisivo y cinematográfico, magníficamente realizado, interpretado y ambientado. La otra, como una especie de documental dramatizado que se ajusta a lo ocurrido en la guerra de los cárteles de la droga contra el Estado colombiano y la CIA y la DEA norteamericanas.

En líneas generales, la producción se atiene a los hechos reales, y puede que sirva a muchos espectadores para conocer las claves de una etapa crítica de la historia colombiana, pero contiene algunos errores de bulto, o cuando menos asume como ciertos hechos no confirmados. Por ejemplo: no hay pruebas de que el golpista y genocida Augusto Pinochet exterminase, asustase y expulsase a los narcos de Chile, lo que haría desplazado el problema hacia Colombia.

Tampoco –pese al testimonio de un sicario de Escobar- está documentado que, tal y como se expone en la Narcos, el movimiento comunista M-19 asaltase el 6 de diciembre de 1985 el Palacio de Justicia de Bogotá, no para sus propios fines políticos, sino, esencialmente, para cumplir un encargo muy bien pagado del supercapo: destruir las montañas de pruebas de los delitos por él cometidos que se almacenaban en el edificio, y de paso liquidar a unos cuantos magistrados del Supremo. Resulta también muy aventurado asumir que el M-19 le regaló a Escobar la espada de Simón Bolívar robada del museo capitalino del Libertador.

Más probable parece, sin embargo, que un experto en explosivos de ETA fuese contratado por Escobar, como se da por cierto en Narcos, para fabricar las bombas utilizadas en su principal campaña de atentados terroristas, como la que mató a 110 personas el 17 de noviembre de 1989, al hacer estallar en el aire un avión de Avianca en el que debía viajar el candidato presidencial César Gaviria. Sin embargo, lo que con gran probabilidad fruto de la imaginación de los guionistas es que el futuro jefe de Estado no tomase ese vuelo porque hizo caso de la corazonada de un agente de la DEA (el héroe de la serie).

Narcos es un ejemplo más de que el buen cine desplaza cada vez más de la pantalla grande a la pequeña. También de que compañías como HBO o Netflix apuestan cada vez más por nichos de mercado específicos, en este caso el latino. Sólo así se explica el bilingüismo que se exhibe en los 10 capítulos de la primera temporada, en la que más del 40% de los diálogos son en español.

Quien opte por ver la versión doblada puede quedarse perplejo cuando oiga a todos los personajes hablar en el mismo idioma, aunque unos sean colombianos y otros norteamericanos (como los dos agentes de la DEA), y resulte evidente que no se entienden hasta que se les traduce. Otra incongruencia es que el actor que interpreta a Escobar, Wagner Moura, sea un brasileño que tuvo que estudiar español para este trabajo, pero cuyo acento nada tiene poco que ver con el colombiano, y nada con el de Medellín.

Con ciertos ecos de Uno de los nuestros, de Martin Scorsese, la serie mezcla con gran habilidad los hechos generales y los cotidianos, entra en los despachos del Gobierno y en las guaridas y hogares de los narcos. Muestra cómo un contrabandista de medio pelo y sin escrúpulos, pero con sobresaliente inteligencia natural y gran visión para los negocios, levantó un fabuloso imperio criminal que subvirtió el Estado colombiano y llevó al borde de la impotencia a Estados Unidos, infestada por la droga que llegaba del Sur. En Narcos, la acción se centra en la responsabilidad criminal de Escobar y otros como él, pero se pasa de puntillas sobre la incapacidad norteamericana para afrontar el problema desde dentro, porque está claro que de nada habría servido que los cárteles introdujesen la cocaína si nadie la distribuyera, vendiera y consumiera en el país.

El asunto se desmadró cuando Escobar se dio cuenta de que el gramo de droga que vendía en Bogotá podía colocarse en Miami diez veces más caro. En pocos años, los diversos cárteles colombianos, inundaron EE UU de cocaína, lo que convirtió la lucha contra el narcotráfico, y de manera muy especial contra el cártel de Medellín, en una prioridad para Washington, sobre todo cuando se sospechó que tenía vinculaciones con la guerrilla comunista.

Ese imperio habría sido imposible sin la compra masiva de voluntades de jueces, policías y políticos, muchos de los cuales no dudaron a la hora de decidir entre plata [soborno] o plomo. El Estado entero se corrompió, mientras Escobar llevaba su desfachatez al extremo de presentarse como un Robin Hood cuya obra social mejoraba la situación de los barrios más humildes de Medellín, mientras intentaba entrar en el Parlamento, abrigaba ambiciones presidenciales e incluso se ofrecía a pagar la deuda externa a cambio de impunidad.

En realidad, el Estado entero, no, ya que de ser así, el jefe del cártel de Medellín no habría terminado acribillados a balazos. No todos optaron por la plata. También abundaron los que asumieron el riesgo del plomo, y muchos cayeron sacrificados, como el candidato presidencial Luis Carlos Galán, e infinidad de policías y militares. Narcos presenta la guerra entre esos dos bandos, una pelea con pocas reglas, en la que ni siquiera el asesinato a sangre fría era monopolio de los malos.

El Estado se rindió por partida doble. Primero, cediendo a las presiones norteamericanas y aprobando una ley que permitía extraditar a los narcos a Estados Unidos por delitos cometidos en Colombia. Justo lo que más temían, porque para ellos era mejor morir en su país que dar con sus huesos en una cárcel en EE UU. Escobar creó y encabezó el grupo de Los Extraditables, y combatió la ley con una campaña terrorista que hizo posible que Medellín encabezase la lista mundial de asesinatos por 100.000 habitantes: 380 en 1991, más del doble de los actuales 170 de San Pedro Sula (Honduras), considerada hoy la ciudad más peligrosa del planeta.

Como César Gaviria seguía sin rendirse, Escobar lanzó una campaña de secuestros de personajes de la oligarquía política y financiera, incluida Diana Turbay -hija de un expresidente- y Francisco Santos –hijo del director y propietario del diario El Tiempo-. Estos hechos habían de servir de base a Gabriel García Márquez para escribir Noticia de un secuestro.

Por fin, Gaviria cedió a las presiones de los oligarcas que tenían familiares cautivos y aceptó las condiciones impuestas por Escobar para cesar la oleada de terror. Una rendición en toda regla que permitió al capo ser condenado por un delito menor y recluido en una cárcel que él mismo se construyó, con un lujo palaciego, su propio ejército de sicarios armados hasta los dientes, libre acceso de familiares, compinches, amantes y prostitutas, y con guardias contratados por él mismo.

La llamaron La Catedral. Desde ahí siguió dirigiendo sus negocios y la guerra contra los cárteles rivales, sobre todo el de Cali. Pero se pasó de la raya, y sus excesos condujeron por fin a un asalto a la prisión por las fuerzas especiales. Escapó. Ahí termina la primera temporada de Narcos. Con el protagonista, un agente de la DEA, asegurando que en el futuro la extradición ya no será una opción, tampoco la captura, sino localizarle y matarle como a un perro.

Así que está claro que la segunda temporada, cuya emisión está prevista para este mismo año, terminará el 2 de diciembre de 1993, con Escobar muerto a tiros. Aunque está por ver por qué opción se inclinan los guionistas. Hay muchas, como que lo mató un francotirador de la Delta Force o del grupo Los Pepes, o un miembro de la unidad de élite Bloque de Búsqueda, incluso que se suicidó al verse perdido. O, por entrar ya en el terreno de la leyenda, que sigue vivo.

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