Malpensando

Cuento de navidad

Había visto 44 navidades y, a decir verdad, todas le parecían iguales. Con los años, las calles se habían vuelto más luminosas, es cierto, y los viandantes, quizá, más sonrientes. Pero, en el fondo, todo seguía igual: los niños, los regalos, el frío muy frío y el recuerdo de los que ya no están.

Durante 44 años había recibido el año nuevo siempre en el mismo lugar, en la plaza, y siempre en soledad. Podría parecer una costumbre triste, lóbrega incluso, pero aquello constituía un ritual para él. Disfrutaba escuchando los fuegos artificiales desde aquella plaza, observando la bulliciosa alegría de los jóvenes y recordando cuando también él lo era.

Este año, sin embargo, no podría hacerlo. Su rutina anual estaba a punto de ser rota por el capricho de algún burócrata malintencionado. Él lo sabía, a pesar de lo cual fingió no darse cuenta y decidió permanecer en la plaza, insolente y retador, a que fueran a buscarlo.

Cuando los agentes de la autoridad se personaron ante él, cientos de curiosos se agolparon a su alrededor, con cámaras y móviles en alto. Él se perturbó enormemente al comprobar cómo ninguno de los presentes parecía dispuesto a auxiliarle. Más bien al contrario. Era como si, de la noche a la mañana, se hubiese convertido en un estorbo, y su desalojo, en un espectáculo.

Los arneses de la grúa se tensaron en torno a sus hombros y empezaron a alzarlo con sumo cuidado. Un silencio de 44 años estalló entonces en la multitud, en forma de júbilo espontáneo y ensordecedor. Y entre la amalgama de voces, una se impuso, juvenil y burlona:

-¡Hasta nunca, Franco!

Y en este país de absurdos cotidianos, de dobles morales y medias memorias, un pedestal vacío se convirtió en la más hermosa estatua erigida a la libertad.

Sin rostro.

Y sin nombre.

Más Noticias