Fuego amigo

Una huelga nunca vista

Era algo inaudito. Jamás había ocurrido nada parecido, pero ahí estaban. Mejor dicho, ahí, en su puesto de trabajo, no estaban, se habían declarado en huelga. El pueblo los tenía mitificados desde tiempos inmemoriales. Sin su figura casi omnipotente, el concepto de justicia perdía todo su sentido. Sus sentencias, por mucho que hablaran en un lenguaje extraño para el común de los mortales, infundían respeto, cuando no pavor.

Constituían uno de los pilares del Estado, uno de los más temidos, hasta el punto de que los propios gobiernos recibían sus palabras, sus consejos, sus admoniciones y condenas con desasosiego. Para subrayar su autoridad, gustaban de vestir con extraños ropajes negros, de buen paño, como correspondía a gente de tan alta magistratura.

Siempre se pensó de ellos que, como garantes de la moral, eran incorruptibles, dueños de un profundo desapego por hacer fortuna gracias a los privilegios inherentes a su autoridad, incapaces de participar en las cacerías que engolfan la mente y corrompen el espíritu de los representantes de las otras instituciones del Estado.

Pero por muy inaudito que pareciera, lo cierto es que por primera vez en la Historia, los curas se habían puesto en huelga.

Sólo dios sabe cuántos niños sin bautizar perdieron el paraíso por culpa de que las iglesias habían sido cerradas al culto (el 60%, según el comité episcopal de huelga), ni cuántas parejas amancebadas permanecieron sine die en pecado porque las fechas de sus bodas se habían cancelado, ni cuántos pecadores murieron de un infarto sin haber tenido la oportunidad de alcanzar el perdón, con los confesionarios clausurados y vigilados por fieros comités de huelguistas.

Y ante aquel espectáculo insólito y desconcertante, la gente se preguntaba: ¿Os parece lógico que los curas tengan derecho a la huelga?

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