Fuego amigo

La cárcel de algodón

Todo lo que hoy consideramos una tradición tuvo un comienzo más o menos lejano en el tiempo: el toreo, la lapidación, el burka... Es una obviedad, pero todavía es necesario recordarlo de vez en cuando, porque se tiende a sacralizar la tradición, convirtiéndola en un ente intocable, para justificar comportamientos humanos disparatados, injustos o bárbaros.

Cuanto más irracionales son, más tenemos que viajar en el tiempo para encontrar sus raíces, en la infancia de la civilización, pues las tradiciones son la manifestación más pura de cada estrato cultural de la humanidad. Si la tauromaquia no hundiese sus raíces en la Edad de Bronce, sería llevado inmediatamente ante el juez quien tuviese la ocurrencia de inventar hoy una fiesta, como un gran botellón de sangre, en la que se marea, tortura, alancea, banderillea y sablea a un toro al grito colectivo de olé.

Si una sociedad avanzada intentase incluir en su Código Penal la condena a muerte por lapidación sería tachada de salvaje y apartada de la comunidad internacional. Y sin embargo perdura entre gente culta, forrada de petróleo y otras baratijas, amparada por la tradición. Todavía hoy la mujer se ve obligada a reivindicar la igualdad de derechos ante el hombre para escapar a una tradición de milenios que la relegó a un papel subordinado y de esclavitud.

Por ello las sociedades civilizadas tienen, tenemos, que recurrir a extrañas razones de seguridad para prohibir el uso público del burka porque, con la santa tradición en la mano, ni las propias presidiarias recluidas en sus celdas de algodón consentirían ser liberadas de tanta tortura.

La tradición es su mejor carcelero, la bestia que durante siglos les inoculó el miedo a la libertad.

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