Fuego amigo

Algo se muere en mi España cuando un torero se va

Como diría la copla por sevillanas, algo se muere en el alma cuando una tradición se va, tralalá la trala trala la, tralalá.

En el camino del progreso, España se va dejando la piel (de toro) a tiras, esa piel que son las tradiciones que nos unían a un pasado glorioso y que durante siglos nos distinguieron de los demás pueblos, tan austeros, tan aburridos, tan civilizadamente correctos que hasta comen las gambas con tenedor y cuchillo, a los que nuestras agencias de turismo seducían con el reclamo de vente p’aspaña, chaval, que Spain is different.

Los conservadores, siguiendo la premisa de los informáticos de que "si funciona no lo toques", lloran por las esquinas la desaparición paulatina de las plazas de toros. A ellos les funcionaba, vete a saber por qué. La tradición de la tauromaquia, además de conservar una raza específicamente diseñada para aguantar el estrés, el dolor, el terror y el desangrado al que es sometida durante el tiempo que el pueblo del tendido de sol necesita para decir olé tantas veces como se dice ora pro nobis en el rosario, esa tradición, digo, conserva también muchos puestos de trabajo, ahora en peligro, como en su día ocurrió con los oficios de verdugo y fabricantes de garrote vil, en paro por culpa de la civilización. Y es que antes de prohibir matar hay que pensar en los puestos de trabajo que liquidamos tontamente.

Si las religiones son sectas que han prosperado, la tauromaquia es una salvajada redimida por la literatura, la pintura y la música, y elevada a la categoría de arte. Luego están los parientes pobres, las fiestas del toro de la Vega, lanceado hasta morir, o la cabra despeñada del campanario de Manganeses de la Polvorosa, tradiciones cutres que, como el coronel de García Márquez, no tienen quien les escriba.

Esta España nuestra va a la deriva. Se empieza perdiendo las esencias, y se acaba perdiendo Ceuta y Melilla. Ya veréis.

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