Fuego amigo

La justicia universal y otras preguntas del montón

Es la pregunta del millón: ¿Hay que irse de Afganistán?

Hay otras que casi tienen el mismo premio: ¿Quizá no deberíamos haber ido nunca? ¿Qué condiciones objetivas son necesarias para justificar la salida? ¿Hasta dónde llega la factura que debemos pagar con la Administración Obama en concepto de liquidación de la deuda contraída con nuestra salida de Irak? ¿Cuántos efectivos militares son necesarios para pagar la deuda?

Son preguntas que surgen con fuerza al vaivén de las noticias sobre compatriotas muertos en acto de servicio, cuando la ayuda humanitaria se revela tercamente como inseparable de la labor de ocupación y de los actos de guerra consecuentes.

Pero hay una pregunta todavía más compleja: ¿Estamos allí para la defensa de los derechos humanos conculcados por una tribu religiosa que vive en la edad de piedra, o permanecemos como "colaboradores necesarios" para perpetuar en el poder a una Administración corrupta, como la de Karzai, un empleado más de las multinacionales norteamericanas que ya se disponen a explotar los yacimientos de oro y litio recién descubiertos, cuyo valor se supone que supera el billón de dólares? ¿Qué parte nos toca del festín, o quizá sólo nos quedamos con la gloria?

Hace algunos años, cuando apenas se hablaba de Afganistán, yo escribía sobre la tragedia humanitaria que padecía aquel país, que casi nadie sabía localizar en el mapa, donde los derechos humanos eran objeto de mofa diaria, donde imperaba una ley divina tiránica y estúpida dictada por clérigos ignorantes, donde la mujer alcanzaba menos valor social que un perro o una pequeña parcela de adormidera, caminando varios pasos detrás del varón, sombra azul y silenciosa. Y me preguntaba si era lícito, en nombre de una justicia universal, permanecer con los brazos cruzados ante la tortura a todo un pueblo.

Cierto es que se trata de una pregunta que, en la realidad poliédrica (¡otra vez!), no tiene una fácil respuesta. Y no la tiene porque primero hay que estar de acuerdo en la respuesta a esta otra pregunta: ¿a cargo de quién (¿de la ONU?) dejamos la decisión de determinar en qué lugares y con cuánta intensidad se conculcan esos derechos humanos? Porque el desarrollo argumental nos puede llevar a preguntas muy incómodas. ¿Y por qué no invadir China? ¿Y Corea? ¿E Irán? ¿Y Guinea, o media África?...

Cuando las tropas multinacionales "liberaron" Kabul, un buen número de mujeres continuó utilizando el burka, porque las ataduras psicológicas y religiosas no las deshace ni el Séptimo de Caballería con toda su potencia de fuego. Mi madre y sus amigas continuaron utilizando velo en misa hasta su muerte, por más que el desarrollo del concilio Vaticano II las disculpara de llevarlo.

El maltrato y desprecio a la mujer, es decir, a la mitad de la población, continúa hoy con las amenazas de los talibanes a la incorporación femenina a la sociedad y a su derecho a una formación equiparable a la del varón. Una mujer libre, capaz de pensar y decidir por sí misma, es una bomba contra la línea de flotación de las sagradas  tradiciones afganas. Hace unas horas, casi cincuenta niñas fueron intoxicadas en un ataque con gas venenoso a un colegio de Kabul. Sus autores no pueden explicar mejor su ideario. Su vuelta a la gobernación del país será el retorno a esa edad de piedra que añoran.

Planteo todas estas dudas porque, aunque sé que la humanidad no puede continuar ignorando por mucho tiempo sus deberes de justicia universal, tampoco sabría definir el método de lucha y los medios que habría que aplicar. En cierto modo estoy atrapado como San Agustín, en sus Confesiones, cuando se preguntaba "qué es el tiempo".

-"Si nadie me lo pregunta, sé lo que es. Si quiero explicar qué es a quien me lo pregunta, no lo sé".

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