Fuego amigo

Debate del estado (de nervios) de la nación

Una año más, el debate del estado de la Nación ha demostrado que sólo sirve para poner de los nervios a toda España durante dos días, en especial a quienes no tienen el poder, como la oposición. Intento buscarle otra aplicación, pero no la encuentro. Verlo por televisión y ponérseme cara de acelga es todo uno. Porque, continuando con el hilo del otro día, el debate del estado de la nación resulta un calco del desfile de las fuerzas armadas, pero a lo civil, un desfile de todas las armas dialécticas, artillería pesada y de mano, numerosas agrupaciones de variopinto uniforme desfilando por la tribuna (con la legión y la cabra incluidas -a ver si sabéis quién es la cabra-) y armas no dialécticas como los insultos y las actuaciones esporádicas del club de payasitos contratado por la oposición para estos acontecimientos.
Creo que estos debates sólo sirven para la crispación colectiva, porque con ellos no avanzamos ni un milímetro en la comprensión del verdadero estado en que se encuentra la nación. No me gusta el papel del presidente del gobierno, obligado por el guión a ocultar los desaciertos y a magnificar los logros de su gabinete, que rayan en el autobombo bochornoso; ni me gusta el papel interpretado por la oposición, sobre todo de Rajoy, con esa enumeración de todos los fracasos del gobierno, ciertos o inventados, con los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgando en cada línea de su discurso. Vale que Rajoy tenga que cumplir con obligación tan penosa, ¿pero es necesario que nos lo diga siempre enfadado, como si nos regañara a todos los españoles por haber equivocado nuestro voto, con esa cara de cabreo crónico, como si él llevara sobre sus hombros todos los problemas de España?
Abunda en el espectáculo vergonzoso el turno de aplausos. Porque los aplausos también tienen su turno, en las réplicas y contrarréplicas. Ya sé que sus señorías se toman todo esto como un espectáculo, razón por la que consideran completamente natural aplaudir al final de cada actuación. Pero a mí me da mucha vergüenza. Esa imagen del orador volviendo a su escaño a recoger el aplauso servil de su escuadra, como el torero que cree haberse ganado dos orejas y un rabo (y un cuerno), creo que degrada la calidad parlamentaria.

Como dice mi hijo, quizá la culpa de tanta sobreactuación, de tanto histrionismo, la tengan la propia televisión y radio que trasladan a los ciudadanos la imagen y voz de lo que allí ocurre. Porque el medio acaba convirtiéndose en el mensaje, como decía MacLuhan. Si la telebasura es lo que vende, pues toma dos tazas. Quizá si el debate perdiese su condición de espectáculo mediático, si consistiese más en un trabajo interno, de la misma manera que los parlamentarios invierten miles de horas de trabajo callado en las comisiones, sin cámaras ni micrófonos, no se verían obligados a escenificar esa batalla desagradable de descalificaciones personales ante un público ávido de sangre (metafórica, espero) propia de los circos de gladiadores.
Me diréis que no puede ser, que el Parlamento no tiene derecho a hurtar a sus votantes el debate de los asuntos que conciernen a su futuro, pero creo que en el calor de estas escenificaciones se hacen afirmaciones muy inoportunas y peligrosas para la convivencia, verdades a medias y falsedades manifiestas, pensando más en el titular del periódico que en dar brillo a la verdad.
Y ya se sabe que los que no dicen la verdad corren grave riesgo de mentir.

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