Fuego amigo

Todas las medicinas acaban fracasando

 

Segundo día de resaca. Veinticuatro horas para mendigar un poco de vergüenza, y no la han encontrado. No han pedido perdón, como no lo pidieron cuando los tanques aliados entraron en Irak en busca de unas armas de destrucción masiva inventadas, entre otros, por José María Aznar. Como tampoco lo hicieron cuando los jueces demostraron que no existía ninguna conspiración ajena a los islamistas que provocaron la matanza del 11-M, supuestos cómplices (PSOE, policías, fiscales, jueces) que no se escondían "en desiertos lejanos, ni en montañas remotas". 

 

Jamás piden perdón. Ni ahora, después de haberse demostrado falsa la imputación de cuatrocientos asesinatos en lo que hasta ahora había sido conocido como "caso hospital Severo Ochoa", y que desde ahora se conoce ya como "caso Lamela". Y lo mantendrán hasta que el meapilas acabe sentado (le dejaremos sentarse, no hay por qué torturarlo como le gusta a él que hagan con los enfermos terminales) en el banquillo de los acusados. 

 

Ellos, que solicitan nuestro voto para gobernarnos, de tan perfectos que son dan miedo. Todos los que os habéis casado con la mujer o el hombre perfectos sabéis de qué os estoy hablando. Ni un momento de duda, de debilidad, ni una equivocación, la culpa siempre es del otro, capaces de negar la infidelidad aunque les pillen en la cama con su amante. 

 

El sucesor en el cargo de Lamela como consejero de Sanidad, el tal Juan José Güemes, siguiendo al pie de la letra la doctrina oficial  de su partido (de su partido en dos) de persistir en el error llegó a decir ayer que al doctor Montes se le destituyó "por razones organizativas", y que, además, "fue una decisión bien tomada", a pesar de las pruebas en contra que hoy conocemos y conocen. Él debería saber, por razón de su nuevo cargo, que, como sostienen todos los médicos del hospital que ellos pusieron en cuarentena con su acusación criminal, que los pacientes terminales mueren hoy con mucho más dolor que antes, por culpa de los talibanes que provocaron entre los profesionales de la medicina un miedo insuperable a prescribir dosis de calmantes que les puedan incriminar.

 

La medicina es una ciencia que gana batallas parciales pero que siempre pierde la guerra. Todas las medicinas son finalmente un fracaso... excepto la que ayuda a mejorar nuestro tránsito a la otra vida. Los fundamentalistas del PP se empeñan en desbaratar la única medicina salvadora, la medicina contra el dolor. Todas las demás siempre acaban siendo derrotadas por la muerte. 

 

Como insinuaba ayer uno de los contertulios, se merecen como castigo que en su lecho de agonía no tengan cerca a un indulgente doctor Montes, y sí a un sacerdote que les torture con visiones del infierno.

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Esto me recuerda el viejo chiste del tipo que se va al infierno, le abren la puerta, y aparece un diablo con una copa de champán (un R.D. Bollinger, pongamos por caso) en una mano y una bandeja de canapés en la otra. El condenado, acojonado, pregunta qué es todo esto. Y el diablo le cuenta que aquello es el infierno, un lugar confortable donde la gente se ama, donde han ido a parar las mejores putas, los mejores músicos y poetas... Y en esto, el condenado fija su mirada al fondo del inmenso salón donde un grupo de gente hierve en grandes ollas de aceite, alanceada por los tridentes de los demonios. ¿Y aquello qué es? Es el infierno de los católicos –contesta el diablo-... pero es que a ellos les gusta.

 

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