Cabeza de ratón

Sangre, sudor y lágrimas

Encapuchados y armados con cadenas, palos, cruces y palmatorias, uniformados y organizados en bandas, miles de energúmenos tomarán estos días las calles de ciudades y pueblos armando bulla al compás de cornetas y tambores militares, se verán escenas de sangre, se escucharán gritos desgarrados y cánticos estremecedores. ¿Es la revolución?... No, es la Semana Santa, tradición y cultura, devoción y piedad, oración y penitencia a raudales, semana de pasión, excesiva y desorbitada, a menudo histérica y sadomasoquista, clavos y lanzas, azotes y vejaciones, llanto y crujir de dientes.

Fuera del ámbito cristiano nuestra Semana Santa solo tiene parangón con ciertos ritos ancestrales de bárbaras civilizaciones orientales. Para un observador extraterrestre ( creo que ya les he contado que empiezo a sentirme así muchas veces) nuestras sacras celebraciones tendrían una difícil explicación, no adoramos a la vengativa Diosa Kali, sino al dios del amor, de la paz y de la fraternidad, honramos a la primera víctima de una Semana Santa, al que la vivió por primera vez, en primera y segunda persona, para redimirnos de nuestros pecados inspirando el peor de los pecados: matar a su Dios.

Hasta los años setenta del pasado siglo los españoles, católicos, ateos o budistas, sufríamos los daños colaterales de una Semana Santa obligatoria (todo lo que estaba prohibido era obligatorio). Los cines proyectaban películas bíblicas o evangélicas y en todas las emisoras programaban música clásica y sermones clericales. Saturados y atufados de incienso todos, hasta los niños, sobre todo los niños, se veían obligados a guardar la compostura,  Dios había muerto, o estaba a punto de hacerlo y no era momento para hacer ruido en el pasillo, correr  por la calle o jugar a la pelota, el Dios, muerto o agonizante no estaba para bromas ni jaranas profanas, nunca lo estaba. Creo que no recuerdo ni un solo rasgo de humor en los 4 Evangelios, a no ser que consideremos lo del vino de las Bodas de Caná como una gracia divina.

Cuando la necrofílica zarpa del Franquismo fue aflojando la presión, los españolitos empezaron a huir de las grises ciudades y de los pueblos oscuros hacia la costa, a viajar por encima de sus posibilidades, a crucificarse sobre una toalla en la arena y a mirar a los turistas que no parecían tan afectados por tan sombrías festividades. Cara al sol pero sin camisa, incluso en bikini. Para divertirse en Semana Santa hay que venir al Sur, que diría Rafaella Carrá. Los andaluces saben combinar la fiesta y la tragedia, los toros y los ayes del cante jondo. La tristeza y la euforia se funden y gana la segunda gracias al aglutinante del alcohol, el vino, la sangre de Cristo en esta báquica y crística consagración de la primavera.

El pandemónium de la Semana Santa de Sevilla es inescrutable, como todos los designios del Altísimo, sobre todo ante los ojos profanos, y no seré yo (no por falta de ganas sino de conocimientos) quien ose a descifrar la torcidas líneas divinas. Solo entrando en éxtasis, místico o psicotrópico, puede intuirse la entraña de un misterio que cuenta con tantos adoradores en todo el mundo. Sin fe y sin tiempo, ahora estoy investigando si es cierto que a los agentes de movilidad que inmovilizaron a Esperanza Aguirre, les van a penalizar mandándoles a hacer controles de alcoholemia, el próximo Viernes Santo, en Sevilla.

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