O es pecado... o engorda

Hambre, gula y literatura

Podría decir que para mí el primer y mejor ejemplo de relación entre gastronomía y literatura fue aquella magdalena que puso en marcha la memoria involuntaria de Proust y su "Busca del tiempo perdido". Pero no es del todo cierto. La primera vez que lo que estaba leyendo despertó mi curiosidad gastronómica fue a través de la pluma de Enid Blyton y el "Club de los Cinco" y de aquellas galletas de jengibre tan exóticas para la niña que se estaba criando con María Tostada y Chiquilín. La literatura inglesa acercó también a esta ferviente lectora de Jane Austen a los sándwiches de pepino, acompañantes inexplicables del te de la tarde, al pastel de riñones para enjugar el gin tonic previo a la cena y, de postre, a la tarta de ruibarbo, cultivado por supuesto en el húmedo jardín trasero.pícaro

Luego me tocó –vía colegio e instituto- bregar con los clásicos hispánicos y constatar que, más que la comida, la constante en la literatura española fue el hambre: insaciables sanchopanzas, pícaros robacocinas, escuderos obsesionados con el puchero... Y claro, cuando alguien pillaba por casualidad una buena pitanza, y por aquello de que ya vendrán tiempos peores, comía hasta reventar. De ahí la advertencia de Quevedo en su poema: "Comer hasta matar el hambre": Pues me atiestas de pavos y gallinas,/ dame, ya que la gula me dispensas,/el postre en calas, purga y melecinas.

Efectivamente, la sombra de la penuria alimentaria siempre sobrevoló nuestra historia y nuestra literatura y esa tendencia pendular a la gula, como quien acumula para el invierno, estaba de alguna manera justificada. Por ejemplo, engordar a una mujer casadera era prioritario para pujar por un buen matrimonio. Esto lo sabía muy bien la tía de "La Regenta", según cuenta Rosa Redondo en un estudio sobre la cocina de esta obra de Clarín: "Para doña Agueda, la belleza de Ana era uno de los mejores embutidos. Estaba orgullosa de aquella cara como pudiera estarlo de una morcilla". La cita habla por sí misma. Sólo hace falta recordar calificativos como "jamona" para referirse a una mujer un poco gordita pero apetecible.

Pero a los escritores, en general, el tema gastronómico les parece un poco secundario a pesar de que no quiero ni calcular las horas de una vida real que se lleva la comida y su preparación y a pesar de lo jugosa que resulta una mesa y una sobremesa para sacar a flote rencores, amores y truculencias familiares. A algunas memorables comidas y cenas navideñas me remito. Pero obviamente, en la narración literaria hay otros aspectos más interesantes que lo que desayuna alguien antes de huir con su amante o lo que toma de postre el protagonista de una crisis existencial.

Sin embargo, a estas alturas ya todos tendreis en mente el máximo exponente de una excelente relación entre gastronomía y literatura: el detective Carvalho. Ese héroe o quizás antihéroe de la novela negra hispana a quien, en boca de su creador, Manuel Vázquez Montalbán, la indiferencia ante la operación de comer le parecía repugnante "por cuanto no se puede ser indiferente a la muerte de animales y seres vivos vegetales que se merecen al menos la atención de quién los come". El, desde luego, no lo era. Y siempre había lugar entre asesinato, investigación, persecución y complot para la buena mesa.

Pero los protagonistas de novela negra anglosajona, en realidad, se entretienen poco en comer, son más de darse a la bebida pero, eso sí, sofisticada y precisa para que se note que tienen cierta clase. Ese James Bond y su Vesper Martini de estricta realización en receta de "Casino Royale": "tres medidas de Gordon's, una de vodka, media de Kina Lillet. Agítelo bien hasta que este helado; entonces añada una peladura de limón". Todo un pelotazo después del que parece inconcebible que acertara a disparar al malo de turno. O Philip Marlowe y su Gimmlet con dos partes de lima y cinco de ginebra.

En cambio, a los detectives meridionales les va más la buena cocina y el vino. Antes de Carvalho, Simenon ya había creado un inspector Maigret aficionado a la buena cocina en las expertas manos de su mujer. De manera que el repertorio de platos de sus novelas acaba mostrando un panorama amplio de la cocina clásica francesa.

En paralelo a nuestro llorado Vázquez Montalbán, el italiano Andrea Camilleri le homenajeó nada menos que dando su nombre a su Inspector Montalbano y creando un personaje que no se salta una comida y que conoce al dedillo los mejores menú de la Sicilia en la que desarrolla su difícil tarea policial. Montalbano no perdona su plato de pasta diario y variado ni su pescado del día, recién llevado por el pescador a quien da los buenos días cada mañana.

Pero ninguno de ellos llegó a dar a la gastronomía ese papel protagonista que Carvalho le otorga en la literatura y en la vida porque ya se sabe que "no hay que fiarse de la gente que habla con el estómago vacío".

 

 

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