No hay derecho

Justicia sin fronteras

El pasado 14 de abril, un grupo de juristas y asociaciones de derechos humanos presentó en Argentina una querella para que sus tribunales reabran la investigación de los crímenes franquistas hoy bloqueada en España. Este inesperado efecto colateral del caso Garzón ha devuelto al centro de la escena un tema que tanto el PSOE como el PP llevan tiempo intentando quitarse de encima: el de la jurisdicción universal.
Fraguado tras la trágica experiencia del nazismo, el principio de jurisdicción universal supone la existencia de crímenes que, por su gravedad, resultan imprescriptibles y pueden ser juzgados en cualquier parte del mundo, con independencia de quiénes sean sus autores y dónde los hayan cometido. La pretensión política y jurídica de estipular un "nunca más" frente a este tipo de actos inspiró la adopción de acuerdos como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los pactos de derechos de 1966, el Convenio contra el Genocidio o el Convenio contra la Tortura.
Ciertamente, estas normas se han aplicado de manera desigual a los derrotados y a quienes, a pesar de sus fechorías, resultaron victoriosos. Tras el juicio al nazismo, abominables crímenes de guerra como los bombardeos de Hiroshima, Nagasaki o Dresde, o delitos terribles como las purgas estalinistas, fueron relegados a un ámbito de más o menos velada impunidad. Incluso los tribunales supraestatales creados más tarde para perseguir este tipo de
actos, como el Tribunal Penal Internacional, han permanecido lastrados por lo que Danilo Zolo ha llamado la "justicia de los vencedores".
El origen de la jurisdicción universal, precisamente, está en la decisión de algunos tribunales estatales de sortear el doble rasero de esos foros internacionales y de tomarse en serio el derecho internacional vigente. Asumir la competencia para enjuiciar crímenes de lesa humanidad supone, de hecho, enviar al poder, sea de donde sea, una advertencia inequívoca: utilizar el propio aparato estatal para asesinar, torturar y luego asegurarse la propia impunidad, es una operación arriesgada. Siempre será posible que la jurisdicción universal se active y que los responsables, hasta entonces inmunes, se vean obligados a dar cuenta de sus acciones.

Al amparo del artículo 23 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y en cumplimiento de las obligaciones internacionales contraídas, la Justicia española fue pionera en el impulso de este principio. Muchas de las causas abiertas –comenzando por la del dictador Pinochet– tuvieron una destacada incidencia internacional y contribuyeron a que otros países ajustaran cuentas con un pasado dictatorial que permanecía impune. En realidad, se aplicó sin controversia mientras no interfirió con el buen desarrollo de las relaciones diplomáticas y los negocios internacionales. Sin embargo, cuando se intentó colocar bajo la luz pública los vuelos de la CIA, las torturas en Guantánamo, la masacre de Gaza o los crímenes de China en el Tíbet, el Gobierno sintió comprometida la realpolitik. A resultas de ello, se mutiló su alcance mediante una reforma legislativa furtiva cuya primera víctima sería la activista Aminatou Haidar.
Ahora, las acusaciones de prevaricación dirigidas contra Garzón han generado lo inesperado: la senda abierta por la jurisdicción española está siendo retomada por otros tribunales para impulsar, precisamente, la investigación de hechos que los pactos de la Transición habían pretendido arrumbar.
El europarlamentario socialista Ramón Jáuregui, como otros miembros del Gobierno y la oposición, ha calificado la pretensión de inaceptable. Los españoles –ha argumentado– decidieron perdonar la represión franquista para construir una sociedad que se reconocía y toleraba, al margen del pasado de cada uno.
La querella presentada en Argentina pone en cuestión esta versión institucional del perdón. Y lo hace colocando en el centro del debate el punto de vista de las víctimas, su derecho a la verdad. Con la querella, avalada por juristas, abogados y activistas de distintos rincones del mundo, es la periferia quien, en nombre de la humanidad, recuerda ahora a la metrópolis que hay crímenes deleznables que no pueden enterrarse en las fosas del olvido.
La filosofía que inspira este tipo de actuaciones es similar a la que permitió a tribunales europeos ocuparse de las vejaciones cometidas por Videla, Pinochet y sus secuaces. Con arreglo a la misma, no hay ley de amnistía que haga decaer el deber de investigar delitos contrarios a un orden jurídico que se proyecta más allá del propio Estado. Este orden jurídico puede considerarse todo menos el producto de la "imaginación creativa" de un juez. Es, por el contrario, el resultado de una dilatada y ardua lucha colectiva, muchas veces anónima, que ha cobrado cuerpo en decenas de sentencias, declaraciones y tratados que los estados se han visto obligados a ratificar. Esta lucha, es verdad, se ha saldado a menudo con derrotas y con la crasa imposición de la impunidad de los vencedores. Una y otra vez, sin embargo, ha sido replanteada, como ahora, por caminos inesperados. Como irrenunciable ley de los vencidos, pero como exigencia, también, de un "nunca más" que se niega a reconocer fronteras.

 

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