No hay derecho

Podemos ganar el futuro

Jaume Asens
Miembro de Guanyem y candidato de la lista de Claro Que Podemos para el Consejo Ciudadano

Este sábado, la formación dirigida por Pablo Iglesias da otro paso decisivo. Tras la multitudinaria asamblea a puerta abierta celebrada en Vistalegre, afronta la recta final para asentar sus cimientos. Los de un poderoso movimiento electoral con opciones de gobierno. En efecto, las encuestas del CIS anunciaban hace unas semanas un terremoto. En estimación de voto, Podemos ocuparía la tercera posición pero se situaría como primera fuerza en intención de voto directo.

A pesar, o quizás debido a su éxito fulgurante, no son pocos los que tienen dudas y se plantean interrogantes sobre el futuro del nuevo engranaje organizativo. Unas dudas vinculadas a las posibilidades reales de una victoria electoral y un asalto a las instituciones. Otras referentes a su capacidad para aunar las dos almas del movimiento, para articular con destreza las tensiones entre las demandas de mayor democracia y las de mayor eficacia. Las dudas no son ociosas. Ganar unas elecciones generales no es un objetivo fácil cuando quien lo pretende debe dedicar gran parte de sus energías a fijar un rumbo y construirse a sí mismo en medio de la travesía. Y más si pretende responder a las exigencias que provienen de las nuevas formas de ejercicio y radicalización de la democracia. Los adversarios son poderosos y llevan ventaja.  Los promotores del embrión político no desconocen esa superioridad de partida. No son ingenuos. Saben que si se hace lo de siempre, es probable que suceda lo de siempre. El contexto excepcional requiere también iniciativas excepcionales. Movimientos audaces que, por otro lado, sepan también cauterizar heridas abiertas en el seno de la organización con gestos generosos.

Lo cierto es que es la primera vez que, tras la transición,  aparece en escena un actor contrahegemónico con condiciones reales de desplazar, e incluso, barrer el actual sistema de partidos. El clamoroso declive de un PSOE dislocado lo capitaliza Podemos. Se vislumbra un paisaje que evoca otro: el del hundimiento del PASOK y el empuje galopante de Syriza en Grecia. El mapa político hegemónico de los últimos 30 años se tambalea y la alternancia entre los dos grandes partidos del Régimen no parece asegurada. Por primera vez, la suma de PP y PSOE no llegaría al 50% de los votos en unas elecciones generales.

Plantearse este salto histórico es ahora un reto posible pero de una enorme complejidad. De hecho, la pregunta de qué hacer para ganar era ilusoria y quimérica hasta hace poco. No por casualidad, en momentos de descomposición acelerada de lo viejo se producen situaciones extrañas que no nos imaginábamos antes. Con la sacudida del 15-M arrancó un ciclo de movilizaciones que desbordó los marcos establecidos. Hubo un cambio en el sentido común de época. Las hegemonías, los relatos sistémicos, saltaron por los aires y se abrió una ventana inédita de oportunidades políticas.  Ese mar de fondo, ese eco destituyente providente de las plazas, empezó a cristalizar en un nuevo magma. Cada vez eran más los que pensaban que los asuntos públicos eran algo demasiado serio para dejarlo solo en manos de políticos profesionales. Casi el 70% de la población declaraba su simpatía hacia los indignados y el 90% demandaba cambios en la forma de actuar de los partidos.

Con ese cambio de mentalidad, fermentaron por abajo embriones de la nueva política. Quizás los primeros en identificar, de forma anticipada al 15-M, la necesidad de hacer las cosas de otra forma fueron las CUP y las CAV presentes en más de medio centenar de consistorios catalanes. Tras ese primer ensayo, aparecieron otros actores de referencia del descontento. En Catalunya, por ejemplo, el Procés Constituent liderado por Teresa Forcades y Arcadi Oliveres emergió con fuerza con la pretensión de conformar un frente ciudadano de ruptura constituyente. Otra propuesta innovadora, de ámbito estatal, fue el Partido X. En un contexto de corrupción imparable, los ciber-activistas hicieron de la lucha contra ella su principal estandarte. Con posterioridad, tras meses de trabajo en la sombra, grupos vinculados al 15-M y otros colectivos anunciaron una candidatura municipalista impulsada por la carismática ex portavoz de la PAH, Ada Colau en Barcelona.  En poco tiempo, la formula Guanyem se expandió en buena parte de la geografía española como fuente de inspiración para otras plataformas ciudadanas.

A escala estatal, lo realmente rompedor sucedió unos meses antes en Madrid. Con la presentación de la formación impulsada por el televisivo Pablo Iglesias que obtuvo más de un millón de votos en las elecciones europeas. Podemos llegó cuando pocos le esperaban y donde nadie lo había hecho antes. Su éxito tuvo que ver con la evidente capacidad de  grandes comunicadores como Iglesias, pero también de otros como Echenique o Rodriguez, para recoger lo sembrado por movimientos como la PAH o el 15-M y movilizar la ilusión de cambio. El discurso iba dirigido a conectar, más que con sectores de activistas, con las amplias capas de la población golpeada por la crisis. Desde entonces, la formación no ha dejado de recabar nuevos apoyos.

Uno de sus éxitos fue la centralidad otorgada a la gente.  La figura del militante profesional que se dedica casi en exclusiva a la vida del partido dio paso a nuevas formas de participación política. Se superaba la vieja lógica inscrita en una mirada defensiva o autorreferencial. Más allá de la creación de los círculos, el acierto fue abandonar la idea de partido como estructura cerrada y casi genéticamente hermética a la sociedad. Miles de personas, sin militancia o carnet, se convirtieron en protagonistas. Por razones de trabajo o familia, difícilmente muchas de ellas podrían de otro modo involucrarse. Lejos de las disciplinas asfixiantes de antaño, la transversalidad pasó a ser un valor y un potencial político fundamental. Buena prueba de su salud digital, de hecho, se podrá comprobar con los resultados de participación en las votaciones de este sábado.

A partir de allí, se va a producir el despegue de la joven formación.  Un nuevo campo de juego, cuando eso ocurra, puede redibujarse en clave constituyente.   Con todo, no puede descartarse un cierre en falso desde arriba que frene su ascenso. Lo viejo cada vez tiene más dificultades para reformarse y recomponer el cuadro político. La metástasis del régimen político no implica, aun así, que se produzca necesariamente una salida democrática. Lo que sucedió en Italia en los noventa con el seísmo político de la Tangentópolis es una advertencia para no bajar la guardia. Tras el colapso institucional que acabó con el viejo sistema de partidos, en efecto, se produjo una operación de recambio de las élites italianas. De la mano de Berlusconi, todo quedó finalmente igual.

En verdad, es difícil saber qué tendrá que ocurrir para que eso no suceda. Dependerá de muchos factores. La palanca de cambio, a diferencia del caso italiano, ya existe. En la arena estatal se llama Podemos. Y será determinante, sin duda, su capacidad de erigirse en fuerza democratizadora que refuerce los contrapoderes ciudadanos. De ensanchar los cauces de participación de la organización y dar voz a su pluralidad interna. Pero será fundamental igualmente buscar complicidades con otros movimientos políticos emergentes. Construir puentes desde abajo y reforzar en su acción conjunta los múltiples  procesos constituyentes que permitan mantener abierto el escenario de ruptura para todas y todos. Si unos tiran por un lado, y los otros por el otro, será posible –como recordaba Lluís Llach en la Estaca- que el Régimen se rompa. Esa determinación se podrá tener o no. Podrá abrirse paso o no. Pero en ello no solo se juega el futuro de la democracia. Se juega también el futuro de la mayoría de la ciudadanía.

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