Otras miradas

Partido X: política de futuro y sin complejos

Víctor Sampedro

Catedrático de Comunicación Política en la URJC

Víctor Sampedro
Catedrático de Comunicación Política en la URJC

Se aproxima el Día de la Bestia, que diría Alex de la Iglesia: el 12 de octubre. Y los ultras recabarán más atención que el Partido X cuando hizo públicas algunas de sus caras. Los camisas azules apenas necesitaron darla hasta ahora. Gran parte de su proyecto estaba a salvo. Ahora, que el Régimen del 78 hace aguas, la dictadura y la cultura política de la Transición se revelan como la antipolítica typical Spanish. Los partidos que aún no condenaron el franquismo y las elites herederas del botín son enemigos de la democracia. Los fachas de la Plaza de Oriente, los centuriones menos acomplejados. Pero la falta de complejos ha cambiado de bando.

Los tertulianos del Régimen tildan de antipolítico al Partido X. Los hijos del zombi Paco, que cantó Siniestro Total, estigmatizan a profesionales comprometidos, activistas de largo aliento, gentes anónimas que se reclaman como actores políticos de pleno derecho. Y esto representa todo un anatema para quienes nos gobernaron diciéndonos, como su mentor, "no se meta en política". Un sacrilegio para los gobernados que, definiéndose "apolíticos", comulgaban con una democracia clerical, inquisidora de quien desafiara los tabúes de la Transición.

El Partido X se propone disputar un caladero electoral hasta ahora vedado a quien no mendigase permiso: un puesto en unas listas cerradas. Desde las redes sociales (mejor de carne y hueso, antes que digitales) se quiere desalojar a las redes clientelares que han secuestrado las instituciones. Se impugna la antipolítica de los que primero se erigieron en padres sangrientos de la patria y, después, evolucionaron o engendraron a los padres de la Constitución. Acabaron amputándole la dimensión social, al reformarla en agosto de 2011. Y ahora actúan, una vez más, como cirujanos de hierro, indiferentes a los costes sociales. Siempre prefirieron amputar antes que injertar.

Ahí reside la principal novedad del Partido X y no tanto en sus tintes cibernéticos. Será "el partido del futuro", como dicen, si logra abrir vías a la savia ciudadana que desde hace tiempo no encuentra capilares por los que circular en las instituciones. Para entender sus propuestas, cabe concebirlas como injertos; y a sus protagonistas, virus inoculados en el sistema. Tarde o temprano contagiarán a otras formaciones políticas. De hecho esa era su propuesta inicial: que alguien recogiese su programa y les evitase presentarse a las elecciones. Si alguna formación tomase el testigo, al menos tendría el futuro asegurado.

En comparativa internacional el Partido X es la forma más avanzada de partido red, como el 15M lo es entre los indignados occidentales. La elaboración colaborativa de un programa, en ausencia de una estructura formal o partidaria previa o de una ideología concreta, no tiene precedentes. Tampoco ningún Occupy occidental cuenta con los siete de cada diez ciudadanos que, según las encuestas, suscriben posturas quincemayistas. Son los mismos que consideran a los políticos como un problema y les tienen la misma baja estima que a los banqueros. Ese cuerpo electoral ha finiquitado el bipartidismo. Y el Partido X dice que va a por 1.2 millones de votos en las elecciones europeas y a por 3.5 en las generales. Fueron las cifras que aportó el exdirectivo de Gallup que les acompañó en la presentación de Madrid. Triunfalismo de partida, sin duda, pero formulado por quienes no tienen nada que perder. Por eso se atreven a lo que otros temen.

El futuro no es solo de los herejes de la Transición. Lo es también de quienes ofrezcan estructuras de participación acordes con los saberes y las competencias de los ciudadanos. Partidos que actúen como espacios de socialización política y solidaridad. Y cuya arquitectura favorezca la cooperación y la transparencia. El Partido X ha recogido la pulsión de una democracia de código abierto y libre. Desde hace años ese código se desarrolla en las calles y está proscrito en las instituciones. Sería un error descomunal que todo quedase en proclamas ciberfetichistas, en llamadas a hackear y reiniciar el sistema que se quedasen en retórica narcisista proyectada solo en las pantallas.

Sería un error (tanto del Partido X como del resto de partidos) olvidar algunos principios que inspiran su proyecto. Cualquier candidatura electoral debiera rescatar la política amateur, que pone el amor al bien común antes que el cargo. Desde esa posición el cargo representa, ante todo, una carga; y su acumulación en pocas manos, un monopolio intolerable. La democracia de los comunes (commons) necesita también aprovechar el conocimiento experto distribuido en la sociedad. Los especialistas señalarán las políticas factibles, los riesgos que conllevan y alentarán el pragmatismo. La ciudadanía interpelándoles, aceptando o vetando sus propuestas recordarán los valores sociales que, al final, debieran determinar los costes y beneficios que conlleva toda decisión política.

Estos principios importan más que las propuestas concretas del Partido X. El ciudadanismo de los partidos en red no está exento de acabar en un adanismo infantiloide: inconsciente de la imposibilidad de gobernar para el 90%. Se trata más bien de prototipar nuevos artefactos políticos. Igual que las mareas del 15M han realizado el trabajo sindical, hay que ensayar dinámicas que ahora están excluidas de los partidos. Su faccionalismo les impide ser inclusivos. Su dogmatismo ideológico e identitario paraliza su capacidad de ser transversales. Su obsesión electoralista les hace olvidar que el valor de un triunfo en las urnas depende de la calidad del debate social que lo precede. Su amarre a unos medios alineados editorialmente, les impide concebir las TIC como recursos que desarrollamos entre todos. Sus webs y las cuentas oficiales en Facebook y Twitter siguen los modelos del autobombo, el verticalismo y la crispación.

La clave no es tanto el programa y las medidas concretas del Partido X, aunque también. Ni siquiera su suerte electoral. Lo peor sería que, como les pasó al resto, la organización se convirtiese en un fin en sí mismo. La democracia del siglo XXI, si va a ser real, no será ¡ya! Nos queda un largo camino para reformular los tres poderes clásicos, adaptándolos a un nuevo modelo en red. Demos paso a una ciudadanía que ya actúa de cuarto poder. Intenta aplicar en las calles la sanción política porque la rendición de cuentas no tiene lugar en los parlamentos, apenas en los tribunales y, menos aún, en las sedes de los partidos. Quienes ahora son contrapoder están dando el paso de asumir tareas de gobierno y legislativas. Escriben un código democrático, abierto a la modificación y de libre uso. Como la democracia. Y punto.

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