Otras miradas

Por qué ondea la bandera española en el Parlament

Javier Franzé

Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid

Javier Franzé
Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid

Y la victoria fue la derrota. Cuando el viernes 27 a las 15.27 el Parlament ¿declaró la independencia de Cataluña? las fuerzas independentistas catalanas hicieron lo que nunca hay que hacer en política: obligarse a un esfuerzo para el que no se tiene la fuerza suficiente.

En ese instante, el independentismo se creyó el relato de los sedicentes "constitucionalistas", que asimila catalanismo a independentismo. Esa equiparación conviene al "constitucionalismo" porque minimiza la vía de agua abierta en su embarcación; más precisamente, del 70/80% de catalanes que quiere votar en referéndum su relación con España, al 40/48% independentista que desea crear un Estado propio.

Un 40/48% no constituye un demos nuevo. Cuantitativamente, por razones obvias. Pero tampoco cualitativamente por falta de diversidad. Salvo que se piense que en democracia pueden existir comunidades políticas homogéneas.

Ese viernes el independentismo segó su propia base de poder, la que pacientemente había construido durante años, y cuya fortaleza consistía precisamente en ir más allá de su propia identidad independentista. Si las fuerzas independentistas se fortalecieron desde 2010 fue porque no se encerraron en la demanda de independencia, que los confinaba a un 10% de apoyo, y fueron al encuentro de la de democracia a través de la petición de referéndum. Es más, su éxito narrativo consistió en subordinar la demanda independencia a la de democracia/referéndum, que les permitió vincularse al 70/80% de los catalanes.

La articulación independencia-referéndum-democracia situó al llamado "constitucionalismo" en un sitio incómodo, defensivo, que lo obligaba a mover la Constitución del ’78 del lugar de consenso-democracia en el que la posicionó desde sus inicios el discurso de la Transición, al de escudo del españolismo y del centralismo neofranquista. El discurso del rey fue quizá el coronamiento —nunca mejor dicho— del mapa de la guerra de posiciones trazado por la ofensiva independentista. Esa noche el monarca tuvo que abandonar su posición de árbitro y "factor de unión" —entre las diversas identidades nacionales, no nos engañemos— para bajar al barro partisano, desvistiendo a la Constitución de sus ropas generalistas. Justo la Corona, la primera que había entendido el sacudón del 15M y de Podemos.

La bandera española ondea en la Generalitat republicana. Los partidos independentistas, que dicen desconocer la autoridad del Estado español, corren presurosos a las elecciones autonómicas que éste convoca. Nadie resiste, ni en la calle ni en los despachos, la destitución del Govern. El president, de la esperada barricada a un real despacho de abogados ginebrino. Todo ello, secuela de una independencia  proclamada con la boca pequeña y tibiamente aplaudida, sin ¡bravos! ni lágrimas, como las obras de teatro interesantes. Quizá ese clima funerario que envolvía al Parlament el viernes 27 fue el único y tardío gesto de lucidez política del independentismo.

¿Traición? ¿Dirigencias entregadas al enemigo? ¿Conspiración? No. Algo mucho más denso y vidrioso: legitimidad. Ése fue el trofeo que el independentismo entregó al constitucionalismo. Rajoy lo divisó rápido: había que apropiarse del significante democracia. Lo hizo a través de un único gesto: la convocatoria a elecciones au-to-nó-mi-cas, que además traían la promesa de acortar la intervención. "Ahora somos nosotros los que gritaremos votarem!", empujó a la red Rivera el centro de Rajoy.

Ni traición, ni habilidad cirujana de Rajoy. Política. Lo que muestra esta secuencia, que cambió radicalmente el clima político del país en menos de veinticuatro horas, es quizá que la política es creencia, movilización de la voluntad, lucha por los imaginarios, construcción de instantes. La fuerza desnuda es tan inane como las victorias formales. Hay 155 porque tiene apoyo popular, el mismo que muy probablemente no alcanza para una intervención prolongada en Cataluña. La independencia fue una victoria pírrica precisamente porque se apartó del otro 40% de catalanes que querían referéndum.

El independentismo pereció justo cuando confió en sus propias fuerzas para chocar contra la muralla. No deja de ser también una lección para las fuerzas transformadoras españolas. Quizá va siendo hora de dejar de esperar la excepción, la crisis orgánica, el quiebre del "Régimen del ‘78". Godots que nos quitan la vista de la gris política cotidiana, del momento frugal, del grano de arena. De la guerra de posiciones: Europa no es lo que a menudo se piensa que es América Latina.

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