Una de las características que explican la pervivencia del patriarcado a lo largo de los siglos, así como su asombrosa capacidad de adaptación, es el hecho de que, como toda estructura de poder, cuenta con múltiples herramientas que desde diferentes ámbitos actúan como sus brazos ejecutores. El machismo es el sustrato cultural que dota de sustancia al sistema y sobre él, y nutriéndose de él, una larga serie de instrumentos se van encargando de prorrogar las jerarquías que se encargan de dejar muy claro quiénes son los amos y quiénes las subordinadas. El Derecho, por ejemplo, ha sido siempre y continúa siendo una de las herramientas más eficaces de sostenimiento del sistema sexo/género y, sin duda, uno de los ámbitos más contrarios a dejarse penetrar por las propuestas transformadoras del feminismo. El Derecho no solo ampara las estructuras de poder sino que también contribuye a crear las subjetividades, los marcos de relación, además de contribuir a generar una cierta concepción de la verdad y no digamos de lo que se entiende por justicia. Por ello, buena parte de la rebeldía feminista que en los últimos meses se están produciendo en torno a atentados tan graves para la dignidad de las mujeres como el acoso sexual o las violaciones suponen también una interpelación al corazón mismo del patriarcado. Y no solo porque inciden en la censura de unas masculinidades tóxicas a erradicar sino porque también miran a un orden jurídico y a un sistema judicial que todavía hoy tiene el rostro del patriarca. Un sistema en el que, no lo olvidemos, no siempre está claro que no es no.
Es justamente la mirada crítica y comprometida sobre ese sistema lo que más me ha interesado del último montaje que Magüi Mira ha puesto en pie en el Teatro Valle Inclán de Madrid. La directora de espectáculos tan impactantes como la reciente Festen, ha hecho su propia versión de la obra de una joven autora inglesa, Nina Raine, estrenada hace apenas un año en Londres, y ha sabido jugar con un material tan atractivo para llevar al espectador y a la espectadora a un espejo perverso. Un espejo en el que no solamente vemos en toda su crudeza el poder del patriarcado sino también las múltiples heridas abiertas de las mujeres y de los hombres que nos interpelan desde el escenario. Consentimiento, cuyo título ya nos advierte del pantanoso lugar en que la obra penetra, nos plantea, a partir de cómo se articula el juicio de una violación, cómo el sistema judicial continúa generando verdades en función de los intereses masculinos y cómo las leyes, y quienes se encargan de aplicarlas e interpretarlas, continúan negando voz y autoridad a las mujeres. Es decir, continúan situándolas en una especie de minoría de edad, mientras que ellos, los administradores del poder, tanto en lo público como en lo privado, se sienten investidos con el poderío que otorga el simple hecho de ser varón.
Pero más allá de los dilemas e injusticias que plantea un orden jurídico en el que apenas hemos removido los lastres que lo convierten en un auténtico infierno para las mujeres que reclaman amparo y protección de sus derechos, Consentimiento nos plantea muchas más realidades que tienen que ver con la manera en que nos seguimos relacionando mujeres y hombres. En el escenario nos sacuden, como si sintiéramos un puñetazo en el estómago, cuestiones como la vivencia de la maternidad, el sentido de culpa, las cadenas del amor romántico, los grilletes del matrimonio, la empinada cuesta del perdón o el casi inevitable y tan humano aliento de venganza. Todo ello en un momento en el que las nuevas tecnologías, las redes sociales, el mundo líquido que habitamos, multiplica los efectos perversos del egoísmo y no digamos de la ausencia de empatía. Justamente este término, empatía, el que en la obra alcanza un protagonismo que nos advierte de que el futuro, el de los personajes de la obra, pero también el de la Humanidad entera, sólo será posible desde el reconocimiento del otro y de la otra como equivalentes, desde la ética del cuidado y, por tanto, desde la superación de la idea de justicia hecha a imagen y semejanza del patriarca.
La excepcional y sorprendente escenografía de Curt Allen Wilmer – esas cajas que son la metáfora de nuestras propias limitaciones, así como de nuestras inevitables mudanzas-, la sugerente música de Bruno Tambascio y un reparto que funciona como un mecanismo de relojería y en el que sobresale la verdad de Candela Peña, hacen de este espectáculo una cita imprescindible para quienes no tengan reparos en enfrentarse a sí mismos y a sus miserias. Un milagro que es posible no solo porque hay un texto de partida más que interesante, o porque todas las piezas encajan con armonía, sino porque al frente de esta apuesta hay una mujer que está convencida de que el arte también es cuestión de ética. Y que por tanto mira a sus criaturas con los ojos poderosos de una bruja que en otra época habrían quemado en una hoguera. Afortunadamente hoy, y justo el día después del épico 8M, Magüi Mira no solo se ha salvado del fuego, sino que nos da más de una pista para que seamos conscientes de qué es lo que debería arder de una vez por todas en un mundo indecente que humilla a los más vulnerables. Y no hay que olvidar que ellas, las mujeres, continúan siendo las más vulnerables entre los vulnerables. Magüi volvió pues a demostrarnos por qué el teatro, el arte en general, la creación, la cultura, necesita de más mujeres construyendo relatos e imaginarios que trasciendan los androcéntricos dominantes. Es también una manera de dejar de seguir consintiendo en que el patriarca sea el que dicte las reglas.
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