Otras miradas

La pena de todos, el luto de ellas

Diana López Varela

Periodista

La actriz Nuria Espert durante la obra 'La casa de Bernarda Alba', de Federico García Lorca, dirigida por Lluis Pascual . EFE
La actriz Nuria Espert durante la obra 'La casa de Bernarda Alba', de Federico García Lorca, dirigida por Lluis Pascual . EFE

Cuando el segundo marido de Bernarda Alba fallece, esta impone un riguroso luto a las cuatro hijas del matrimonio. "En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordaros el ajuar". De la severa norma de la madre, solo se salvaría Angustias, hija del primer marido y la más rica de las hermanas, que a sus 39 años veía en el matrimonio el único modo de escapar de la cárcel materna.

En La casa de Bernarda Alba, Lorca interpretó como nadie la sumisión de las mujeres a los hombres, aún cuando estos no podían siquiera verlo, y la de todos a la Iglesia. Pero también diseccionó las costumbres que envuelven de respeto a los difuntos, simples apariencias que lastran la vida de las mujeres de cualquier edad. Durante el encierro, Magdalena, una de las hijas, recordaba nostálgica su infancia. "Aquella era una época más alegre. Una boda duraba diez días y no se usaban las malas lenguas. Hoy hay más finura. Las novias se ponen velo blanco como en las poblaciones, y se bebe vino de botella, pero nos pudrimos por el qué dirán".

Porque en aquella casa de dictadura oligofrénica a ninguna le importaba el muerto. Ni siquiera a la viuda, permanentemente preocupada por guardar la fachada a costa de la felicidad de las hijas. Bernarda interrumpía así la conversación de las muchachas "¿Qué escándalo es éste en mi casa y con el silencio del peso del calor? Estarán las vecinas con los oídos pegados a los tabiques".

Mientras tanto, los hombres iban y venían, de los campos a los caminos y de los caminos a las ventanas, donde el amor ocurría, como ha ocurrido siempre, a espaldas de una sociedad cínica que imponía normas imposibles a las mujeres pero necesitaba de rebeldes que las incumplieran. Adela, la más joven de las hijas, se quejaba amargamente del futuro que le había tocado en suerte a sus 20 años "¡No, no me acostumbraré! Yo no quiero estar encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras. ¡No quiero perder mi blancura en estas habitaciones!

En aquella casa, el sexo era tabú para las jóvenes y fantasía para las viejas, aún cuando la abuela de 80 años cantaba sus necesidades amatorias aprovechándose de sus supuestos desvaríos. Publicaba The New York Times un artículo sobre la otra cara del duelo, La falta de sexo en la viudez. Alice Radosh una neuropsicóloga de 75 años que se había pasado 40 de matrimonio antes de enviudar en 2013, lo llamaba el "luto sexual": el duelo asociado a la pérdida de intimidad sexual con una pareja de vida. El resultado, según escribieron ella y su coautora Linda Simkin, era "un duelo sin derechos, un duelo que no se reconoce abiertamente, que la sociedad reprueba y que no se comparte públicamente".

Que las mujeres llevan el peso del cuidado de la prole descendiente y ascendiente lo sabía Lorca y lo sabemos todos. Vayan ustedes a un hospital cualquier día de la semana y observen quien se sienta al otro lado de la camilla, quien cambia pañales y quien sostiene la mano moribunda. Acérquense a un cementerio los días previos al Día de Difuntos y miren, miren ustedes, quienes acicalan y cuidan los nichos, quienes limpian lápidas con esmero, quienes llevan flores frescas y organizan misas de recuerdo. Ni siquiera yo me creo que las mujeres quieran más a sus difuntos que los varones, pero en su género llevan la penitencia de toda la familia.

En Galicia, especialmente en las zonas rurales, muchas mujeres se pasan más de la mitad de su vida de luto. Conozco a algunas que se autoimponen lutos extremos que tiñen de negro los mejores años de su vida. Lutos por el marido aún cuando no se soportasen en vida, lutos por padres tan ancianos que suena ridículo. Lutos de vestimenta, lutos que alejan a las mujeres de los eventos sociales, lutos que prohíben bailar delante de los vecinos y hasta escuchar música en público.

Lo que parecía ser bueno para las mujeres, los terapeutas dicen que vivimos más años y remontamos antes nuestra cotidianeidad, se ha acabado convirtiendo en un castigo de doble rasero: la madre viuda, más disponible que nunca, se vuelca en la familia y en los quehaceres domésticos. Mientras, el luto penaliza su vida emocional y sexual o peor, ni siquiera sus allegados contemplan esta posibilidad. Porque de haberla, la vida sexual de la mujer se entierra con su difunto esposo. Mostrarse dichosa con otra pareja puede ser interpretado como falta de amor al difunto y un descaro colosal. Al contrario, la sociedad suele aplaudir la determinación de aquellos hombres viudos que buscan rápidamente una nueva pareja para que se encargue de sus necesidades y de las tareas domésticas.

El luto sigue siendo una herramienta de control sobre las mujeres siempre disponibles para sufrir por todos con la esperanza de la salvación eterna que desde luego, no nos salvará de acabar en el mismo foso. Sepan ustedes que la costumbre de vestir de negro riguroso se remonta al Imperio Romano y que yo sepa, hace algún tiempo que no llevamos los esclavos al circo.

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