Otras miradas

Brasil, separar lo económico de lo social

Luis Moreno

Profesor de Investigación del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC)

Todo apunta a una victoria de Jair Bolsonaro en la segunda y definitiva vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil. Los sondeos señalan su holgado triunfo con un apoyo superior al 55% de los votos. Semejante inevitabilidad electoral será puesta a prueba con la deseable movilización del voto popular y empobrecido, algunos de cuyos sectores han sido influidos por las propuestas de darwinismo social auspiciado por el populista racista de derechas. Esos desheredados han sido convencidos de que, por ejemplo, matando a los delincuentes violentos o persistiendo en las políticas de marginación de las mujeres los problemas estructurales del gran país sudamericano se arreglarán ipso facto.

Es incuestionable que tras los años de gobierno del PT (Partido dos Trabalhadores), liderados por Lula y Dilma Rousseff, se ha propagado la desilusión en amplias capas de la sociedad brasileña expuestas al masaje mediático de unas elites que temen una reducción de la desigualdad en uno de los países más desiguales de la OCDE. Esas clases medias pudientes temen por un reparto más equitativo de los recursos de un Estado explotador de la miseria de tantos brasileños pobres. Y acusan a los petistas de Lula de una corrupción que, sin embargo, es generalizada y permea todos los estamentos y partidos nacionales y regionales en Brasil. Y cierto es que buena parte de los deseos de reforma que personificaban los representantes institucionales del PT en le federación brasileña se diluyeron en conductas como las de otros partidos del establishment, priorizando las luchas por mantener sus posiciones de influencia y poder en vez de profundizar en la aplicación de programas de cambio real por un Brasil más justo.

Camisetas con la imagen del candidato de ultraderecha a la presidencia de Brasil Jair Bolsonaro, en un bloque de viviendas en Rio de Janeiro. REUTERS/Sergio Moraes
Camisetas con la imagen del candidato de ultraderecha a la presidencia de Brasil Jair Bolsonaro, en un bloque de viviendas en Rio de Janeiro. REUTERS/Sergio Moraes

El odio antipetista representado por Bolsonaro ha sido eficaz en demonizar al partido de Lula y a todo aquello que sus gobiernos melifluamente socialdemócratas representaban. A pocos de ellos parece importarle la suerte que correrán en el futuro los perceptores del programa Bolsa Familia, una política pergeñado por el presidente Fernando Henrique Cardoso, e implementada con decisión por los gobiernos del PT. Recordemos que Bolsa Familia es un programa federal de transferencia de rentas que ayuda a aquellos hogares en situaciones de pobreza absoluta y cuya percepción queda condicionada a que las familias aseguren que los menores sean vacunados y asistan regularmente a la escuela.

En 2013 y con Dilma Rousseff como presidenta de Brasil, alrededor de 55 millones de personas (unos 12 millones de familias) se beneficiaban de Bolsa Familia, representando aproximadamente una cuarta de la población total brasileña. Algunos lectores podrían pensar que este gasto social era excesivamente oneroso para las arcas púbicas brasileñas. En realidad, representaba en aquel entonces un 0,5% del PIB total de Brasil.

El redactor de estas líneas ha participado durante los últimos lustros en diversas reuniones científicas en las que el programa Bolsa Familia ha galvanizado a los estudiosos de las políticas sociales respecto a su impacto en la reducción de la pobreza absoluta, algo que alcanzó casi a la mitad de los menesterosos brasileños en su primer decenio de funcionamiento. El programa ha tenido un efecto de contagio y se inscribe en el contexto de otras políticas de transferencias de rentas condicionadas (PTC) de la región centro y sudamericana (Ej. Jefes y jefas de hogar argentino, Chile Solidario, Juancito Pinto boliviano, Oportunidades mexicano o Familias en Acción colombiano, por citar algunos de ellos). Según la base de datos de la prestigiosa CEPAL, en 2010 los PTC operaban en 18 países de la región y beneficiaban a más de 25 millones de familias (alrededor de 113 millones de personas), es decir, el 19% de la población de América Latina y el Caribe, a un costo que rondaba el 0,4% del PIB regional.

Antes de la batalla electoral, Bolsonaro dijo que habría que efectuar profundos cambios en Bolsa Familia. Días antes de la decisiva segunda vuelta, y con el fin de atraerse el favor de muchos electores en el empobrecido nordeste brasileño, se retractó afirmando que mantendría el programa. Juzguen ustedes la verosimilitud de tales intenciones provenientes de un nostálgico de la dictadura brasileña que postró a Brasil durante el período 1964-85.

En su reciente visita a España el presidente chileno, Sebastián Piñera, declaraba que en lo económico Bolsonaro apuntaba en la buena dirección, separando lo social de tal apreciación. Tal separación es intrínsecamente espuria. En los tiempos que corren todo lo económico es social, y viceversa. El credo neoliberal ha insistido como martillo pilón que cada ciudadano debe buscarse el bienestar social por su cuenta. Los negocios no deberían ocuparse de tales fruslerías colaterales. Resulta que semejante falacia de división entre lo económico y lo social es también patrocinada por Paulo Guedes, el consejero áulico de Bolsonaro.

Guedes propone, por ejemplo, reformar las pensiones cambiando el sistema actual de reparto (que distribuye las pensiones con lo que se ingresa por las cotizaciones de los trabajadores activos) por uno de capitalización (cada trabajador ahorraría, e invertiría en Bolsa, para obtener eventualmente su propia pensión). Pero no explica con qué recursos haría esa transición. ¿Les suena a ustedes semejante cantinela, ya ensayada desastrosamente en el Chile con las recetas de los llamados Chicago Boys?

Es precisamente la íntima comunión entre lo social y lo económico la legitimadora de nuestro legitimado Modelo Social Europeo. Éste, emparedado entre las alternativas de la remercantilización individualista anglo-norteamericana y el dumping social de las llamadas economías emergentes, se debate pugnando por la supervivencia de su emblema institucional por excelencia: el Estado del Bienestar.

Hace unos días el preclaro científico social, Manuel Castells, hacía un llamado a los intelectuales de todo el mundo para que militaran activamente contra la elección de Bolsonaro como presidente del Brasil. Sólo cabe esperar que, al igual, a como sucedió con el referéndum del Brexit o la elección de Trump, los caprichosos hados de las consultas políticas den la vuelta a los vaticinios de lo que parece una victoria imparable del reaccionarismo infame en el subcontinente latinoamericano.

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