Otras miradas

El dolor de María

Diana López Varela

Periodista

El origen del dolor de María podría explicarse como el de cualquier otro dolor convencional. Cuando todavía era una adolescente, María empezó a sentir molestias en una rodilla. María visitó varias veces urgencias y le dijeron que aquello "solo" era un esguince. No hubo ningún tratamiento, ni recomendación, solo debía dejar que se curase solo. Al cabo de varios meses y nuevas e infructuosas visitas a urgencias, a María seguía doliéndole, cada vez más. Así que fue a un traumatólogo. El traumatólogo le hizo varias radiografías y le aseguró que no tenía nada. Pero el dolor agudo en la rodilla de María no cesaba, y empezó a cojear para tratar de aliviarlo. María regresó varias veces junto a su traumatólogo, acompañada de su madre, y durante más de un año el diagnóstico fue siempre el mismo: ausencia de diagnóstico, locura transitoria, capricho adolescente. "Me decían que me echase a correr y yo no era capaz de andar". Por alguna extraña razón que María no alcanzaba a entender, aquel traumatólogo estaba convencido de que María se inventaba su dolor. Ahora, ya adulta, lo llamaría negligencia o, como poco, ignorancia y narcisismo desmedido.

El dolor de María

La terquedad de María consiguió que aquel traumatólogo accediese a hacerle una resonancia. La prueba magnética despejó cualquier duda sobre el origen de su dolor. María tenía una lesión en la articulación, una lesión grave y con muy pocas perspectivas de cura a través de la cirugía. Una lesión de cartílago imposible de reconocer en una radiografía. Quién sabe si la lesión se pudo haber evitado o, al menos, amortiguado, con un vendaje correcto o con ejercicios de rehabilitación durante los primeros meses. El doctor echó balones fuera y le dijo a María que se acostumbrase a vivir con su dolor hasta que la intervención fuese inevitable, algo que podría ocurrir en el año siguiente, después de un embarazo, o jamás. María estaba frustrada pero no lo quedaba otra que asumir que su rodilla ya nunca volvería a ser la de antes y que eso la limitaría en una de sus principales aficiones: el deporte. Tendría que controlarlo, limitarlo, adaptarlo a su nueva circunstancia. Se sentía culpable: demasiados tacones, poco reposo, deporte de impacto. Quién sabe de cuántas maneras había ella contribuido a su desgracia. Pero el calvario solo acababa de empezar. A los pocos meses a María empezó a dolerle la rodilla de la pierna contraria. El mismo médico le comentó que eso se explicaba por haber estado cargando el peso como acto reflejo para compensar el dolor. Otra radiografía. Otra vez nada. Otra vez la desconfianza y la vergüenza. El dolor avanzó como un tsunami de lava, empezó a dolerle el tobillo de la pierna "mala", y luego el otro tobillo, y después subió hasta las caderas, manifestándose a través de una descarga eléctrica que empezaba en la planta de los pies y se irradiaba hacia el resto del cuerpo contrayendo uno a uno cada músculo.

Lo siguiente fue la parte baja de la espalda. La ciática también se explicaba por haber cargado el peso en un lado durante demasiado tiempo. A María le dolía estar de pie y se cansaba mucho si pasaba unos pocos minutos sin moverse. El dolor sordo se clavó en sus glúteos, subió por la parte alta de la espalda, se adhirió a sus clavículas y corrió como una lagartija bajo la piel hasta provocarle rigidez en las cervicales. Empezó a dolerle la cara. Y la mandíbula. El traumatólogo sugirió una visita al psiquiatra. Empezaba a necesitarlo. María define su sensación como la de "un amasijo a punto de deshacerse".

Pero antes la derivaron a un médico rehabilitador para que convenciese a su caprichosa paciente. Este, mucho más amable que el primero, la tumbó en una camilla y fue apretando con los dedos en forma de pinza las inserciones de las articulaciones del frágil cuerpo de María. Tobillos, rodillas, caderas, glúteos, muñecas, manos, pecho, cuello... María no dejó de protestar y moverse en la camilla sin entender las ansias del médico por infringirle más dolor del que ya tenía. Era la segunda vez que María escuchó la palabra fibromialgia en su vida. La primera vez fue en un programa de la tele, siendo niña, en una tertulia de mujeres mayores que reproducían la letanía de sus males reumáticos. María se quedó impactada al escucharlas hablar de esa vida llena de dolor. Lo presentaba Ana Rosa Quintana. "Tenía la enfermedad de las señoras del programa de Ana Rosa, tía".

María tenía 21 años. Y sí, tenía la enfermedad de las señoras del programa de Ana Rosa. La confirmación definitiva del diagnóstico llegó de la mano de un reumatólogo, presidente de la Asociación de Fibromialgia de su provincia.

El dolor de María no cesó en la década siguiente. Pasó años de confirmaciones y reconfirmaciones diagnósticas, de urgencias, de especialistas, fisioterapia y gastos médicos. Hubo médicos que le dijeron que era demasiado joven para tener fibromialgia, otros que le recomendaron no decirlo en una consulta "para que te hagan caso" y, los más osados le decían que ellos "no creían" en la fibromialgia. La fibromialgia es una enfermedad reumática (el diagnóstico más certero se hace por la doble vía de neurología y reumatología) de origen desconocido y reconocida por la Organización Mundial de la Salud desde el año 1992. La fibromialgia la diagnostican médicos, no chamanes. No hay que "creer" en la fibromialgia, igual que no hay que creer en el cambio climático a no ser que tengas un primo con pocas luces. Se caracteriza por un dolor musculoesquelético generalizado, exagerada hipersensibilidad en múltiples áreas corporales (especialmente en las articulaciones), con puntos predefinidos (tender points), contracturas y fatiga crónica. Puede ir acompañada de sensibilidad a la temperatura, a olores o a productos químicos. "Y muchas más otras cosas de las que nadie habla como las cistitis de origen no infeccioso". Su aparición está relacionada con traumas físicos, psicológicos, infecciones y hasta determinadas vacunas. También con la contaminación, las hormonas alimentarias, la celiaquía y otras enfermedades autoinmunes. La fibromialgia se diagnostica por falta de diagnóstico cuando los demás especialistas desahucian al paciente y ningún tratamiento es efectivo. La fibromialgia no se palia con antiinflamatorios, y los antidepresivos y opiáceos pueden causar un efecto rebote. Tampoco se cura con homeopatía.

Esta semana se celebraba el Día Mundial del Dolor y también el Día Mundial del Cáncer de Mama. Junto a las ginecológicas, las mujeres se ven afectadas en mayor proporción por las enfermedades relacionadas con el dolor crónico. Las migrañas, las enfermedades inflamatorias como el lupus, el síndrome del intestino irritable, la esclerosis y las enfermedades reumáticas, tienen rostro de mujer. De poco sirve celebrar que vivimos muchos más años si la calidad de vida de la mitad de la población está cercenada por el dolor. También hay hombres con fibromialgia aunque María reconoce que en general, ellos tardan mucho menos tiempo en ser diagnosticados. "Si a un hombre le duele algo, no se le cuestiona como a nosotras".

María tiene otro dolor que empeora y alimenta al primero. El dolor de ser invisible. Invisible porque a nadie le gusta oír hablar de dolor crónico. Invisible porque no hay nada más odioso que las personas quejicas. Invisible porque muy poca gente la entiende, a veces ni siquiera las personas más cercanas. Confiesa que ha deseado muchas veces que todos las que la cuestionan viviesen solo un día con esa enfermedad. "En un solo día de brote algunos se tirarían por la ventana". Invisible porque muchas personas confunden enfermedades del sistema nervioso con emociones, y emociones con enfermedades mentales. Invisible porque es difícil de explicar la sensibilidad de algunos cuerpos a las caricias, los pellizcos o un simple abrazo. Invisible porque es normal estar triste con fibromialgia, lo que no quiere decir que la tristeza sea la causa de la fibromialgia.

"Invisible porque la fibromialgia que han diagnosticado 20 médicos en 10 años puede ser desdiagnosticada por otro en cinco minutos y delante de tu familia dejándote sin argumentos ante esa película que tan bien te has montado". María se ha acostumbrado a que una parte de ella permanezca velada en una felicidad autoimpuesta que a veces no es más que el espejo en el que los demás se quieren reflejar. "A nadie le molestaría que me quejase de un cáncer pero si hablo de mi fibromialgia enseguida tuercen el morro". María vive y trabaja como si no tuviese fibromialgia. La gente que lo sabe cree que la lleva bien. La lleva. Y punto. "Nadie lleva bien el dolor crónico, es imposible, a veces estás anulada y simplemente esperas a que el día siguiente sea mejor". Su trabajo le gusta y la salva de la autocompasión. Si se siente comprendida, la cosa mejora, y para eso ha contactado con algunas mujeres jóvenes que padecen la enfermedad a través de las redes sociales. "Nos escribimos y nos desahogamos un rato, es la mejor terapia".

Solo el deporte, el que cada vez tiene más limitado, la ayuda de verdad con el dolor. "Hago un esfuerzo sobrehumano por practicarlo, porque a pesar del dolor inicial, de las agujetas, siempre me compensa, durante una hora de ejercicio a veces es como si no tuviese fibromialgia, es una inyección de vida".

Han pasado ya muchos años, pero María sigue esperando el milagro. El milagro de levantarse un día y que no le duele nada. El milagro de la ciencia. El que se consigue invirtiendo en las cosas importantes.  El milagro de la sanidad pública puntera. "Y que la gente deje de votar a partidos que privatizan la sanidad, pon eso y lo de Ana Rosa, por favor". Gracias por tanto, Ana Rosa. Y a ti, María.

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