Otras miradas

España y Catalunya: necesidad de puentes, no de trincheras

José Antonio Pérez Tapias

Portavoz de Izquierda Socialista

José Antonio Pérez Tapias
Portavoz de Izquierda Socialista

A poco que se mire con cierta distancia la tensión existente entre Catalunya y España —entre sus instituciones políticas— parece un conflicto planteado con claves de otras épocas. Así lo dicen quienes nos miran desde otras latitudes y apenas consiguen corregir su percepción mediante informaciones que abunden sobre hechos del pasado, el remoto y el reciente, que, aun siendo ciertos en cuanto condicionantes de lo que hoy sucede, no acaban de ser vistos como razón suficiente que dé cuenta de lo que está ocurriendo. Conviene, por tanto, aun contando con explicaciones sobre una historia que no sólo pasa, sino que pesa —y no sólo por lo que dejó irresuelto, sino por lo que quedó oculto como reprimido—, adoptar la estrategia antropológica, en su día ya sugerida por Rousseau, de dar cierto rodeo para, desde lejos, entender mejor lo que sucede cerca. La inmersión en la inmediatez hace que se pierdan referencias adecuadas para enmarcar los procesos que se están viviendo.

Ya que hacemos referencias a la historia, cabe seguir con ella para ilustrarnos contra excesos historicistas y curarnos de estancamientos anacrónicos. Estamos en 2014, año en el que en Catalunya se va a conmemorar —y a aprovechar— el tercer centenario de aquella Guerra de Sucesión de la que salió vencedora la alianza borbónica en torno al rey Felipe V, el que con duro calzador encajó a Catalunya en la España centralista entonces diseñada con el decreto de Nueva Planta. En este año también se recuerda la Gran Guerra que asoló Europa a partir de 1914. Y podemos decir que la Catalunya actual, que quiere quitarse de encima el molde que hace tres siglos se le impuso, es la que puede verse metida en una insufrible "guerra de trincheras" que, como estrategia llevada a la política, es tan desastrosa como lo fue en los campos de batalla europeos de comienzos del siglo XX. Eso es lo que se ve desde lejos y lo que es posible también de cerca en cuanto cualquiera se quita anteojeras interesadas o se desprende de prejuicios un tanto míticos que obnubilan la capacidad de juicio.

El nacionalismo catalán, con su deriva soberanista hacia un independentismo que cabe calificar hasta de impaciente, pretende hacerse fuerte en la trinchera de la deslegitimación del Estado español y de la activación de emociones hostiles hacia un adversario en parte tan mitificado, en negativo, como la propia nación. Al ahondar en la trinchera se van dejando de ver cosas que no se deberían perder de vista, entre otros motivos porque ahí están dispuestas a aparecer siempre que baja el diapasón de la épica y afloran los prosaicos problemas de la vida cotidiana, ésos que no se resuelven con el flamear de banderas.

El conflicto se agrava cuando del otro lado, el de un nacionalismo españolista con firme empeño por sacar músculo, se cava igualmente la propia trinchera con denodado esfuerzo, preparándose para una inútil defensa, de esa manera, del Estado español. Invocar falsamente, de modo inverso a lo que se hace en Catalunya, las necesidades perentorias que la crisis impone resolver para no calibrar la grave situación del Estado, es cavar, no una trinchera, sino la fosa de éste. Y poner sobre la trinchera los sacos terreros de la unidad indisoluble de la nación española o la mitificación de una soberanía nacional monolítica y compacta es ponerlas a tiro para que la realidad las arrolle sin miramiento alguno. Es más, hacer de la Constitución parapeto jurídico para no afrontar el hondo problema político de un Estado con serios déficits de legitimación y con evidentes síntomas de agotamiento del ciclo iniciado en 1978, es de una ceguera política ante la cual de nuevo surge el aforismo griego de hasta qué punto ciegan los dioses a quienes quieren castigar.

Pero aun es más sorprendente que en tan obsoleta y perjudicial "guerra de trincheras" —dando la razón a Gramsci cuando decía que en ella se enquistan los conflictos superestructurales de la sociedad— haya venido a participar el PSOE, y el PSC con él, como aliados de lo que el autor de La política y el Estado moderno consideraba una irresponsable "política del orgullo", que no es otra cosa la del nacionalismo españolista del PP. Sorprende, desgraciadamente, tal alineamiento en quienes tenían que estar dando respuestas creíbles ante la sociedad española y ante la ciudadanía catalana respecto a una reforma del Estado que no puede quedarse en los paños calientes de una ingeniería jurídica atinente a "singularidades" —eufemismo para evitar hablar de naciones— y a reequilibrios fiscales, sino que tiene que llegar al planteamiento de un nuevo pacto constituyente para un Estado federal plurinacional, dada la gravedad de la crisis en que estamos. Como también es motivo de sonrojo la cerrazón ante la demanda de consulta a la ciudadanía catalana para que se pronuncie sobre la forma de inserción de Catalunya en un reconfigurado Estado español, dejando que ese tema lo haya acaparado para sí el nacionalismo catalanista más enfático como referéndum para la independencia. Si se quiere "consulta legal y acordada", como el mismo Secretario General del PSC ha declarado ante el Comité federal del PSOE, no se entiende muy bien el no rotundo a la propuesta votada en el parlamento catalán, por mucho que se califique a Mas de mesiánico y oportunista. Forma parte de la realidad que dos tercios de ese parlamento apoyan esa consulta —no con las mismas expectativas—, de igual forma que la quiere el 80% de la ciudadanía catalana.

Desde el campo socialista, por tanto, no se debían prestar las propias armas para una "guerra de trincheras" absolutamente mal planteada y que no va a traer sino ruina, en este caso la provocada por quienes se dedican a cavar esas trincheras en vez de a construir puentes o, al menos, a no destruir los existentes. Menos aún debe hacerse el pretender resolver legítimos disensos en torno al "derecho a decidir", a base de expulsiones u otros golpes de autoridad —que de esa forma se pierde, en vez de aprovecharse para dar testimonio de voluntad política en cuanto a articulación de la pluralidad—. Debería saberse que es contraproducente insistir en que el camino emprendido por el gobierno catalán y aprobado por el Parlament, el de llevar al Congreso una proposición solicitando la cesión desde el Estado a la Comunidad autónoma de la competencia para convocar un referéndum, es un callejón sin salida. Será callejón sin salida porque no se piensa abrir, lo cual es a su vez una vía muerta. Es la consagración del gran error de una "guerra de trincheras" como funesta opción frente a la alternativa del diálogo que debería haber para reconfigurar el Estado desde una política del reconocimiento practicada en serio y de forma consecuente.

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