Otras miradas

El Pacto Mundial de las Migraciones: deseos y realidades

Jon S. Rodriguez

Asesor de Izquierda Unida en el Parlamento Europeo en materia de migraciones.

Estos días se reúnen en Marrakech líderes políticos de todo el mundo para, auspiciados por la ONU, firmar un nuevo acuerdo en materia de política migratoria, el Pacto Mundial sobre Migración. La migración se ha convertido a escala global en una de las principales prioridades políticas y las zonas más ricas del mundo están implementando recetas xenófobas muy similares. Un ejemplo de ello es la externalización de fronteras y las políticas de la Unión Europea que encierran a personas en Turquía, o financian a las milicias autodenominadas como Guardia Costera libia. Se parecen mucho a las políticas australianas de encerrar a demandantes de asilo en la remota isla de Nauru, o las políticas estadounidenses en las fronteras centroamericanas. En este marco, las relaciones globales de desigualdad también se definen dividiendo entre países emisores y receptores de personas migrantes. Y este se convierte en un elemento que perpetúa modelos coloniales y postcoloniales de relaciones internacionales.

Entrando en lo concreto del citado Pacto, se trata de un texto que no tiene un carácter verdaderamente vinculante, sino que tiene como objetivo la promoción de modelos de acuerdos entre diferentes países u organizaciones regionales. Aunque esto no es per se negativo, cuando entramos al articulado concreto del documento vemos cuáles son algunos de sus objetivos. El enfoque es completamente securitario, ya que promueve un modelo de gestión de frontera que criminaliza a todo el que trata de atravesarla, promocionando así un modelo de migración selectiva.

Varias siluetas de personas que representan migrantes se observan junto al lugar de la conferencia intergubernamental de la ONU sobre inmigración organizada en la ciudad marroquí de Marrakech. EFE/ Jalal Morchidi
Varias siluetas de personas que representan migrantes se observan junto al lugar de la conferencia intergubernamental de la ONU sobre inmigración organizada en la ciudad marroquí de Marrakech. EFE/ Jalal Morchidi

Es decir, los Estados pueden elegir a quién traer para satisfacer los intereses del mercado, en un ejercicio de cosificación de las personas para su explotación, que contrasta enormemente con el modelo global de libre circulación de capitales. Llama la atención que se presente este tipo de migración selectiva como una forma legal y segura de acceso, cuando la condicionan al cierre de fronteras, un modelo que en la UE ha provocado más de 2.100 muertes en el Mediterráneo en 2018.

Otro de los elementos que avanza en la criminalización de las personas migrantes y quienes son solidarios con ellos y ellas, es la recogida de toda clase de datos personales, que el Pacto recomienda y llama a compartir entre las fuerzas policiales de los diferentes Estados. Esto no es sólo un atentado contra el derecho a la privacidad, sino que permitirá la creación de ficheros policiales sin control alguno para aumentar la represión contra las personas migrantes.

Por último, el Pacto anima a reforzar dos de los elementos de la política migratoria europea que son, en sí mismos, violaciones de derechos humanos: la detención y las deportaciones. El texto condiciona la política migratoria de entradas reguladas a la encarcelación y expulsión de personas en base a su situación administrativa, y ni tan siquiera hace una excepción cuando se trata de menores de edad. Así, acuerdos tan nefastos como el que negocian los gobiernos español y marroquí para la deportación sin prácticamente garantías de los menores no acompañados, quedarían legitimada por este Pacto.

Pero más allá de estos aspectos concretos, lo que confirma este Pacto es la utilización de la política migratoria como un elemento más en las relaciones de desigualdad entre países emisores y receptores, entre los países más ricos y los países más empobrecidos, precisamente, por la explotación de sus trabajadoras y recursos naturales por parte de las grandes empresas, mayoritariamente occidentales.

La condicionalidad, que ya se venía practicando por parte de la Unión Europea no es otra cosa que hacer que cualquier medida que pudiera ser beneficiosa para la mayoría de la población de un país emisor, no se implemente a no ser que dicho país acepte las políticas migratorias del país receptor. De este modo, la UE podría dejar de financiar proyectos de cooperación al desarrollo en países africanos que no sólo no acepten que se deporte a personas a su país, sino que no acepten, por ejemplo, imponer una determinada política de visados o de gestión de sus fronteras dictada desde Bruselas.

Así, la política migratoria de los países más ricos se impone sobre los intereses legítimos que pudieran tener países más empobrecidos, ignorando por completo su realidad, como sucede con el área de libre circulación de la Unión Africana, derogado de facto por las políticas fronterizas que ha impuesto la UE en el continente.

Además, este es un arma de doble filo, puesto que por un lado se obliga a imponer las políticas de los más ricos en terceros países, y por otro se legitima a quienes las aceptan. De esta manera, dictadores que atentan gravemente contra los derechos de la mayoría de la población, como el coronel Sisi en Egipto u Omar al-Bashir en Sudán, se convierten en miembros respetables de la comunidad internacional, ya que la UE está dispuesta a blanquear sus crímenes a cambio de su complicidad con estas políticas.

La realidad de estas imposiciones sobre el terreno es tremendamente cruda y no hace falta mirar muy lejos. Basta con analizar la situación en nuestro país vecino, Marruecos, uno de los pioneros de este modelo de acuerdos migratorios. La situación ahí es cada vez más precaria para la comunidad de migrantes subsaharianos que trata de llegar a Europa. Desde este verano se ha impuesto necesidad de visado para las nacionalidades con mayor número de migrantes, como Guinea o Costa de Marfil, obligando a las personas de estos países a tomar rutas mucho más caras y peligrosas, lo que a su vez alimenta las mafias.

Esto ha tenido como consecuencia, además, un aumento de la represión sobre la población negra en Marruecos, que se ve sometida a violencia policial de forma rutinaria y es arbitrariamente detenida y en ocasiones transportada y abandonada a zonas desérticas, habiendo incluso casos en los que esto le sucede a personas que son residentes legales.

En este contexto, la UE prometió una serie de ayudas económicas a través de su Fondo Fiduciario para África que revertirían en las condiciones de vida de estas personas que, de acuerdo a los testimonios de la comunidad migrante marroquí, no se han materializado en nada y deben estar perdidos en la maraña burocrática que caracteriza a la administración del país norteafricano. Parece que los únicos fondos europeos visibles en Marruecos son los que han costeado los centros de detención en el norte del país, el material antidisturbios que se utiliza en las fronteras de Ceuta y Melilla y el creciente número de deportaciones que se efectúan desde Marruecos, muchas de las cuales se pagan parcialmente desde el erario público español.

La única vía segura para salir de Marruecos es el mal llamado retorno voluntario al país de origen, que implementa la Organización Internacional para las Migraciones, y que conlleva una ayuda económica de aproximadamente 500 euros. Desde esta organización confirman que hay más de 1.000 personas en Marruecos a la espera de retorno y que la inmensa mayoría ellas lo hacen porque han pasado por experiencias traumáticas en ese país, como la tortura policial o el haber perdido a un amigo o familiar en el mar. A personas que están en esa situación, lo único que somos capaces de ofrecer desde el territorio más rico del planeta es un billete de vuelta a la violencia, la miseria y la explotación de la que se vieron obligadas a marcharse.

Este es el problema del Pacto que se firmará en Marrakech, que detrás de conceptos que parecen positivos como el de los acuerdos globales o facilitar determinadas llegadas, confirma un modelo global de migración que imponen las políticas de unos países donde quien marca la agenda es la extrema derecha. Y lo hace perpetuando un modelo de imposiciones políticas a terceros países, que llega incluso a limitar los legítimos intereses de estos para que se cumplan los intereses xenófobos de los países más ricos.

Algunos Estados con gobiernos de extrema derecha como Polonia o Italia ya han anunciado que no lo firmarán, pero no se trata más que de un elemento estratégico para distanciarse de otros países, puesto que compartan las políticas migratorias de la UE y así lo confirman con sus posiciones favorables en el Consejo y el Parlamento Europeo.

La izquierda europea no puede dejar que sean ellos quienes nos marquen la agenda y debemos apostar por una política que gire en torno a dos textos centrales del derecho internacional en esta materia que, desgraciadamente, el Pacto ni tan siquiera menciona. El primero es la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares, cuya ratificación debemos exigir al Estado español de forma inmediata. Y el segundo es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que en su artículo 13 establece el derecho a la libre circulación, un derecho que está siendo atacado con violencia por parte de los Gobiernos de los países más ricos del mundo.

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