Hay una doctrina que los medios de comunicación norteamericanos denominan «fair and balanced»: cada vez que un biólogo habla de la evolución biológica, la justicia y el equilibrio informativo exigen que un fanático religioso disfrute de su derecho a exponer, en pie de igualdad, el dogma de la creación. Del mismo modo, cada vez que un físico o un climatólogo hablan del cambio climático, un «experto» financiado por inocentes conglomerados corporativos ha de tener la oportunidad de la última palabra y los argumentos largo tiempo refutados. Se trata de una noble doctrina que intentaremos honrar yendo esta vez del negacionismo a la evidencia y las conclusiones consensuadas más allá de compromisos ideológicos o económicos.
Varios medios de comunicación reproducían ayer un artículo en el que Frank Mitloehner insistía en argumentos que han sido respondidos en repetidas ocasiones. Así, por ejemplo, un nutrido grupo de investigadores de la Universidad Johns Hopkins hizo pública en mayo de 2016 una carta en la que, de forma muy esquemática, exponían la «tergiversación de la evidencia» en que consiste la estrategia argumentativa de Mitloehner.
El artículo de Mitloehner trata de sacar nuevo jugo retórico de dicha estrategia tomando como punto de partida la minimización de las emisiones directas de la ganadería industrial. Bien, ciertamente hay margen para la guerra de cifras, aunque la que Mitloehner acepta es –por usar el término que él mismo emplea– irrisoria, no sólo por su fuente –la EPA de los lobistas del carbón–, sino porque se encuentra un orden de magnitud por debajo de las habituales (para una serie de ejemplos al azar consúltense fuentes disidentes como la FAO, el IPCC, Nature u otras publicaciones subversivas). No obstante, cedamos en la guerra de cifras, pues después de todo, quizá se trate del punto menos significativo del debate –y, congruentemente, el único del que nos habla Mitloehner–. ¿Por qué? Pues porque el principal impacto ambiental de la ganadería industrial estriba en su desmedido uso del suelo. Según datos de la FAO, la ganadería es el sector que mayor uso del suelo realiza, dando cuenta del empleo del 80% de las tierras agrícolas y utilizando para cebar ganado una tercera parte de los cereales cultivados anualmente. Es en el contexto de este desmedido uso del suelo donde se hacen palmarios los motivos por los cuales la ganadería industrial es el principal motor de la deforestación. Concretamente, se le atribuye en torno a un 80% de la deforestación a nivel global y es así habitualmente definida como la «principal impulsora de la deforestación tropical». Detengámonos un momento en esta noción: «tropical». Ella nos lleva de vuelta de la cuestión de la deforestación a la discusión acerca del cambio climático. Las selvas tropicales habían venido siendo concebidas como una de nuestras mejores bazas contra el cambio climático, dado que sólo de ellas –y de los océanos– cabía esperar procesos de recaptación natural de nuestras emisiones de carbono. Hablamos en pasado porque, gracias a la «principal impulsora de la deforestación tropical», la degradación de aquellos enormes sumideros de carbono ha hecho de ellos gigantescos emisores netos. Así, en lugar de absorber carbono, los ecosistemas tropicales lo emiten ahora a razón de unos 425 millones de toneladas anuales, un ritmo superior al de todo el tráfico de Estados Unidos.
Mitloehner no discute el impacto de la ganadería industrial en la pérdida de biodiversidad, que está dando lugar a la extinción masiva más rápida de la historia del planeta. Y hace bien en no discutirla, porque dada su intención de defender dicha industria estaría arrojando sobre su tejado la mayor de las piedras a su alcance. Sea como sea, e incluso aunque la guerra de cifras se saldase con la victoria del bando minoritario financiado por el extraordinariamente concentrado e influyente oligopolio de los agronegocios, el cambio climático y la sexta extinción masiva van a continuar siendo los principales desafíos de nuestra generación, y la ganadería industrial va a continuar estando en el centro de ambos procesos.
Es realmente curioso que, más allá de la referida guerra gratuita de cifras, cuanto añade Mitloehner a su arsenal argumentativo sean tres dispositivos retóricos muy específicos: la salud, el desperdicio de alimentos y el reto de alimentar a la creciente población de nuestro planeta. Respecto de la salud no diremos gran cosa, pues se trata de una cuestión cuyo vínculo con la que nos ocupa sólo resulta perceptible desde los márgenes de las más desenfadadas maniobras propagandísticas. Anotemos tangencialmente que, mientras la evidencia apunta que las emisiones europeas de gases de efecto invernadero se reducirían en un 40% sólo con que los europeos consumiéramos la mitad de carne y lácteos, lo que venimos haciendo por lo pronto es consumir, respectivamente, el doble y el triple de carne y lácteos que la media mundial, y asimismo un 70% más de lo recomendado por la Organización Mundial de la Salud.
En cuanto al desperdicio de alimentos, Mitloehner nos recuerda que «los animales rumiantes crecen gracias a alimentos que no son comestibles para los humanos», pero por algún motivo olvida añadir que «cerca de la mitad de la superficie de la tierra utilizable y la mayor parte del uso humano de agua se dedican a la agricultura (...). La mayor fuente de desperdicio de alimentos procede hoy no de los alimentos que descartamos y arrojamos a la basura, sino de alimentar mediante cultivos aptos para el consumo humano animales criados industrialmente». En otras palabras, lo que Mitloehner olvida comentar es que cerca del 40% de la cosecha mundial de cereales se destina a cebar ganado en un proceso, por cierto, extremadamente ineficiente: de cada 100 calorías que una vaca recibe en forma de grano apto para el consumo humano ofrece sólo 3 en forma de carne. La evidencia acumulada acerca de este desperdicio es abrumadora. Para los interesados en aproximarse a ella eludiendo la amplia literatura técnica disponible, quizá la mejor recomendación sea el trabajo de Philip Lymbery, de cuyo último libro proviene nuestra última cita. Cabe, en cualquier caso, aproximarse desde una enorme variedad de perspectivas al señalado derroche. WWF se hacía recientemente eco del mismo en los siguientes términos: «alimentar animales con cultivos que podrían ser consumidos por los seres humanos no es sólo una forma ineficiente de agregar proteína a un tipo de dieta que, por añadidura, está teniendo un impacto negativo en nuestra salud», sino que supone además una grave «amenaza para la biodiversidad de muchas de las áreas más valiosas y vulnerables de la Tierra, como los bosques de la Amazonía, el Cerrado, la cuenca del Congo, el Yangtsé, el Mekong, el Himalaya y la meseta del Decán. Muchas de estas regiones de alto riesgo ya sufren una presión considerable sobre sus recursos de tierras y aguas y no están adecuadamente protegidas por leyes medioambientales. La creciente demanda de productos ganaderos y la asociada intensificación y expansión agrícola amenazan la biodiversidad de estas áreas y la seguridad de recursos y agua de sus habitantes».
Finalmente, en cuanto a la tercera pata del banco de Mitloehner –el reto de alimentar a un planeta en expansión demográfica–, se trata de un problema grave y real que, tal y como apunta la evidencia disponible, podrá abordarse sólo mediante una radical reformulación del sistema alimentario industrial y, de hecho, mediante su abandono y sustitución por prácticas agrarias ecológicas. Por desgracia, tal y como comentaban recientemente en Nature John Reganold y Jonathan Wachter, «las corporaciones agroindustriales globales y nacionales, las industrias agroquímicas, las compañías de productos básicos y las empresas alimentarias tienen un gran interés en preservar el modelo agroindustrial convencional, gobiernan el mercado en el sistema alimentario cada vez con mayor poder y han influido fuertemente en la toma de decisiones políticas para favorecer este modelo».
En vista de todo lo indicado, resultan más que comprensibles las palabras de Joseph Poore, autor de la mayor base de datos acerca del impacto ambiental de la industria alimentaria y asimismo de un detallado estudio al respecto publicado en Science a finales de mayo de 2018. Según Poore, «una dieta vegana es probablemente la forma más sencilla de reducir el impacto humano en el planeta, y no sólo desde el punto de vista de los gases de efecto invernadero, sino asimismo desde el punto de vista de la acidificación global, la eutrofización, el uso de la tierra y el del agua».
Artículos como el de Mitloehner no pueden ser considerados inocentes. Habida cuenta de que la mayor parte del impacto humano en el medioambiente proviene del consumo doméstico, que da cuenta del 60% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero y de entre el 50% y el 80% del uso total de tierra, materiales y agua, invitar al lector a la complacencia respecto de sus hábitos de consumo puede ser útil desde el punto de vista de las corporaciones de las que nos hablan Reganold y Wachter, pero desde el punto de vista moral se trata de una actitud, cuando menos, imprudente.
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