Otras miradas

El fin de una década

Fernando Bergamín

FERNANDO BERGAMÍN

Decía nuestro inolvidable y genial Oscar Wilde: "Vivo en el terror de dejar de ser incomprendido". Y murió... sin dejar de serlo. No tanto por la incomprensión que suscitó en aquella hipócrita sociedad de la época (no menos que la nuestra, ya en pleno siglo XXI) su gran amor por el joven Alfred Douglas, al que conoció en el año 1891, sino porque nunca se le perdonó lo que menos se perdona –ayer y hoy–: el talento, enorme y extraordinario talento de escritor y conversador excepcional. Su palabra aguda, inteligente, mordaz, hiriente, pero siempre brillante y verdadera. Y la libertad de su propia vida. De haberla vivido.

Su aventura y gran amor por el joven aristócrata inculto y frívolo Douglas le costó, eso sí, la prisión más injusta y humillante, sufrida en Reading. Fueron años de autoanálisis y sufrimiento para Wilde, que nos dejaron su De Profundis, uno de los libros más hermosos y desgarradores escritos en defensa poética de todas las víctimas de la injusticia y el desamor. Y murió en la miseria, solo y abandonado de todos, en un viejo hotelucho de París. Pocos días antes, sentado en la terraza de un café parisino, seguramente pensando en su inminente final, fue visto por André Gide, el gran Gide que había llegado a las grandes alturas literarias y académicas francesas, con una gran influencia en las mejores editoriales de París. Al comprobar que aquel solitario era efectivamente Wilde, Gide se cruzó de acera para no tener que detenerse a saludarlo. Habían sido grandes amigos. Pero Gide no quería avergonzarse. Él tampoco había podido perdonar la vida real y valiente, aunque muchas veces estrafalaria, del gran genio.

A Gide sí se le perdonó siempre su homosexualidad, porque, salvo algunos años de juventud, fue un escritor extraordinario, de lengua y musicalidad excepcionales, pero un escritor del gabinete de la belleza y la comodidad. De la literatura pensada y repensada, de la política cauta, del comunismo mal entendido y sobre todo abandonado a destiempo. Demasiado perfecto tal vez. Aún así, en ciertos años, su influencia en la juventud francesa fue grande, y su hermosísima prosa allí quedó, queda y quedará. Pero no quiso dar una última palabra a su viejo amigo Wilde, que también siguió siendo "incomprendido" para André, ya sin terror como él hubiera querido. Todo ello, tal vez, por haber sido Wilde lo contrario. El propio André Gide cuenta en un pequeño librito este voluntario desencuentro con Oscar Wilde. Sintió vergüenza. Pocos días después, moría aquel hombre que supo jugar y jugarse la vida a la carta de la libertad y el amor. Moría en ese hotelucho de París absolutamente solo, como había vivido: solo, entre la más brillante sociedad de su época. La más "sublime".

Pensaba en el terror wildeano en el primer día de la nueva década de este casi nuevo siglo, cuando me encontré yo mismo pidiendo la "incomprensión" para ciertas sensaciones que habían producido en mí una repugnancia y un asco vital depresivos y hasta sofocantes. Esas sensaciones sucedían este último año, pero ya venían también, en su terrible repetición pesadillesca, de años anteriores.
La mañana del primero de año... como otros muchos años, me enfrento a la escucha por televisión del archifamoso concierto de año nuevo desde Viena –concierto que nace en 1939, y ha seguido hasta hoy dirigido por los más grandes: desde el concertino Boskowsky pasando, entre otros, por Abbado, Maazel, Kleiber, Von Karajan y hasta el mismísimo Harnoncourt–. Concierto Strauss, fundamentalmente compuesto "de valses, polkas y otras piezas de familia...", donde todos los años sobresale la muy conocida Marcha Radetzky acompañada con "alegría y regocijo inefable" con sus palmas por el público burgués más cursi y repulsivo de la vieja Europa, mientras que en la nueva África mueren niños asesinados por la indiferencia de esa misma sociedad, como ha dicho Jean Ziegler, el escritor suizo que desde la mismísima ONU ha tenido el valor de denunciarlo y llamarlo así, asesinato, en su último libro, El odio a Occidente. Muere, decíamos, un niño cada minuto. ¿Cuántos durante la palmeada de la famosa marcha?, ¿cuántos niños habrán sido asesinados por esa sociedad que sostiene el sistema político actual del mundo? Verdadero terrorismo. Pero en este caso, naturalmente, no perseguido.

Y ya desde nuestra España, con otros valores tal vez, he escuchado repetidamente como nunca ese otro regocijo, en este caso "popular", aunque con ello se traicione al verdadero pueblo, ese borreguil: "Oe... oe, oe, oe... ¡Oe, oe! futbolero (pobre fútbol), ese canto que parece desfondar de placer a la gran masa haciéndole olvidar todo el resto. La pobreza en la que viven. Por ello mismo. De eso se trata. No lo sé. Hay cosas difíciles de entender, pero cuya repugnancia vital no puedo dejar de sentir. Habrá que respetarlas, ¿o no...?
Y, como última sensación, después de la marcha vienesa, del clamor futbolero, también me ha quedado en el recuerdo permanente, este año más presente que nunca, la inconfundible voz de Manolo Escobar cantando y volviendo a cantar: "¡Que viva... España!, ¡queee... viva España...!", tan mundialmente reconocida este 2010, ya "histórico", por su "redonda" modernidad inquisitorial de la vulgaridad. Tal vez debo quedarme con Wilde en el purísimo terror de dejar de ser incomprendido. No lo sé, pero eso sí, ¡que viva España! ¿Pero cuál?, posiblemente aquella sobre la que en el siglo pasado escribió nuestra entrañable María Zambrano: "La inteligencia y España son términos antitéticos".

Fernando Bergamín es escritor

Más Noticias