Otras miradas

Un traidor como nosotros

Pedro Chaves Giraldo

La traición goza de mal crédito en general, en política también. Maquiavelo mismo, paradigma de la falta de corazón en la cosa pública, tenía un juicio muy severo sobre la misma. Aunque el escritor florentino también advertía al príncipe que si mantenía sus compromisos, incluso cuando la situación que había justificado su inicial posición había cambiado, corría el riesgo de salir derrotado por mantener su palabra. Y perder el poder no es cosa menor en política, es el baremo que discierne entre haber tenido éxito o no, sea en términos personales, de proyecto etc.

En buena medida la "traición", entendida al menos como quebranto de la palabra dada o ruptura de compromisos establecidos,  es un familiar cercano a la política cuando no un elemento consustancial a la misma. Miremos, si no, por salir un poco de nuestras fronteras, lo ocurrido en Gran Bretaña sobre el Brexit, y me refiero sólo a lo que ocurre en el campo de los conservadores. A estas alturas resulta muy difícil discernir cuantas veces se han traicionado los principales dirigentes conservadores entre sí. Bien es verdad, que algunas cosas que hubieran pasado por traición en nuestro contexto: la recusación a May en su propio partido por ejemplo, forman parte, sin embargo,  de un proceso reglado y establecido, sin que parezca que los principales actores se hayan dejado de saludar cordialmente en Westminster.

Así que la caracterización de la traición tiene también que ver con contextos culturales que definen lo límite de lo ético y razonable.

A cambio, la coherencia entendida como fidelidad a la palabra dada, goza de un enorme crédito, siendo, como hemos conocido a menudo que no hay nada más peligroso que un político/a atado a su palabra independientemente del contexto, de los cambios en el mismo, en la correlación de fuerzas o hasta en las circunstancias naturales. Tal y como Hanna Arendt defendía, los horrores producidos en el siglo XX y que habían devastado Europa no eran el resultado de algún tipo de "debilidad moral" sino, al contrario, de un "hambre de virtud" sin precedentes, que se había convertido en un torrente que había quebrado todas las barreras y contenciones.

En ese frágil equilibrio entre mantener los compromisos y modificar los mismos en función de los cambios en la situación, se mueve la política. Y no resulta difícil de entender hasta qué punto esta frontera es difusa, contingente y caprichosa.

Alguien podrá argumentar, con razón, que por encima de las decisiones personales están los compromisos colectivos refrendados a través de procedimientos democráticos. Pero cualquiera que haya militado en una organización habrá aprendido –en propia carne normalmente- que el principio básico y fundamental que permite discernir sobre la calidad de una democracia es el respeto a las minorías. Y respeto no significa no golpearles por los pasillos o no insultarles en las reuniones internas, respeto debería significar, según una concepción muy liberal, inclusión en la politeia que todo partido político forma.

Desde esta perspectiva no es difícil tener una opinión muy crítica sobre los procedimientos para la elección de cargos internos o candidaturas públicas que los partidos ponen en marcha y cuyo objetivo fundamental, normalmente, no es elegir a los y las mejores o más adecuados/as si no eliminar cuidadosamente al adversario interno. En esto, algunas tradiciones en la izquierda han elevado este arte de la aniquilación interna a una verdadera ciencia. Y podríamos añadir, también, que las nuevas formas de participación como las primarias han estado muy lejos de sus iniciales promesas de romper el vínculo entre la elección democrática y el control de los aparatos de los partidos.

No parece que el juicio moral o ético nos ofrezcan mucha luz sobre lo que puede seguir pasando. Dada la volatilidad del comportamiento humano en general y de los hombres y mujeres que se dedican a la política en particular, diversas formas de "traición" van a seguir siendo moneda corriente en los años venideros.

Mucho más si compartimos que algunos de los rasgos que caracterizan la situación social y política en nuestros días están generando un contexto de una volatilidad que podríamos llamar estructural o sistémica. Y que, por eso mismo, hace que los cambios en las circunstancias sean aún más potentes e imprevisibles que en otros tiempos. Y con ello, la justificación –legítima o menos- para desanudarse de los compromisos adquiridos.

La desafección global de la población y la cólera de una parte de la sociedad frente a los poderes públicos se expresa ahora como una desafección a los sistemas democráticos mismos. La emergencia y consolidación de diferentes partidos de extrema derecha en Europa son una expresión de ese giro "constituyente" de la nueva situación política. Se equivocan los que piensan que esta situación puede ser leída como crisis de un régimen en particular, es una crisis global que afecta al conjunto del sistema de representación.

La crisis en la representación es un efecto de varias tendencias concurrentes desde finales de los setenta en el mundo occidental, aunque no solo. Hablamos de tendencias culturales, sociales, económicas, institucionales, cognitivas y educacionales etc, que estaban produciendo un efecto de "desalineamiento" entre los partidos políticos y sus clientelas políticas tradicionales. Esta situación se ha hecho más aguda en los últimos veinte años con el desplazamiento de la agenda política a temas relacionados con la identidad que producen nuevas demandas y nuevos modelos de relación entre liderazgos, partidos y representados.

En este sentido lo singular de los nuevos "alineamientos" es que están siguiendo un curso inesperado y que nos llenan de temor. Pero la potencialidad y la demanda de nuevos tipos de proyecto político están encima de la mesa.

Por último, no me parece que el único enfoque para intentar explicar lo que está pasando pueda venir desde la interpretación de los "intereses de las clases dirigentes" y de su voluntad performativa en la nueva situación. Esta existe por supuesto y negarla o minusvalorarla sería un error. Pero vale la pena incluir en el complejo análisis que enfrentamos la voz de las clases subordinadas en este contexto y sus nuevas formas de acción. Con todos los matices que podamos incorporar a la movilización de los "Gilets jaunes", debemos considerar su acción como un ejemplo de los nuevos espacios socio-políticos de movilización a los que vamos a asistir. En este tipo de escenario la relación entre la movilización social y la representación es frágil, parcial y condicionada por factores que no son solamente: la voluntad de representación.

Es difícil saber y decir que tiene que hacer la izquierda para salir del agujero en el que hemos parecido entrar en toda Europa. Pero empezar por reconocerse, con naturalidad en su diversidad y respetar esa circunstancia, podría ser un buen comienzo. Desde este punto de vista, parece más adecuada a los nuevos tiempos la fórmula de la colaboración desde la diferencia que cualquier entelequia alrededor de la construcción de un nuevo sujeto político. Hay que pensar lo social y lo político más allá de los partidos mismos.

En segundo lugar, la batalla por dar sentido y explicación a la vida se han convertido en centrales para cualquier propuesta política en sentido amplio. El miedo se ha convertido en el recurso más útil al servicio de una recomposición reaccionaria de nuestros sistemas políticos. Deconstruir el miedo no parece una tarea fácil, pero resulta imprescindible para darle la vuelta a la situación. Esto es una tarea que puede concitar una colaboración horizontal de muchas iniciativas culturales en sentido extenso que hoy trabajan en sus pequeños espacios y cuya federación en una dirección global de "impugnar el miedo" pueden hacer mucho a favor de un cambio de paradigma cultural.

Por último, la izquierda tiene que ser hoy un baluarte en la defensa de las instituciones democráticas y de la democracia como cultura y forma de vida. Eso que Pericles reivindicaba para los griegos en su famosa oración fúnebre. En esto, no puede haber dudas. La victoria de las extremas derechas sería la derrota de cualquier opción de cambio social o político.

Las organizaciones partidarias actuales no pueden ser las fronteras para pensar el cambio social y político que necesitamos.

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