En diciembre del año 2009, con varios compañeros y compañeras de colectivos y movimientos sociales gallegos, viajé a Copenhage donde se celebraba la COP 15, la cumbre ONU contra el cambio climático. Allí nos encontramos con miles de personas llegadas de toda Europa para protestar (ya en 2009) con un lema, There is no Planet B (No hay planeta B). En la primera movilización fuimos retenidos durante horas por la policía danesa junto a centenares de activistas que nos manifestábamos ante el Bella Centre de Copenhague, donde se celebraba la cumbre mundial contra el cambio climático. Por aquel entonces la protesta social contra un modelo económico que ponía y pone en serio peligro la supervivencia de nuestro planeta ya se había globalizado. Ante cada una de aquellas cumbres la presión social en la calle era el principal elemento de presión sobre quienes negocian las medidas políticas necesarias para frenar la emisión de gases de efecto invernadero. Y cada viernes de 2019, vemos como esta presión, en este caso liderada por las más jóvenes, vuelve a ser la punta de lanza de la lucha por un planeta, por el único que tenemos.
En estos últimos años he vuelto a asistir a varias de estas cumbres. Si antes lo hacía estrictamente como activista, ahora lo he hecho también como diputado en el Congreso y como portavoz de Medio Ambiente del Grupo Confederal de Unidos Podemos-ECP-EM. Las últimas fueron en Marraquech, en noviembre del 2016, y en Cracovia, en octubre del 2018. Con la experiencia ampliada, pero con la misma perspectiva. Un mundo finito, con recursos limitados que hay que cuidar y repartir mejor. Y con la responsabilidad ampliada que da saber que es imprescindible no solo disfrutarlo nosotros y nosotras, sino también dejárselo igual (o mejor) a los que vienen después, entre ellos a mi hija.
En el año 2009, las previsiones más optimistas recordaban que si en los cien años anteriores la temperatura del planeta se había elevado en apenas un grado, en décadas siguientes y hasta el año 2070, el calentamiento global podría provocar una subida de hasta ocho grados centígrados en algunas zonas. Una catástrofe climática incompatible con la supervivencia de miles de especies animales y vegetales y, desde luego, con la subsistencia de de cualquier modelo de sociedad tal y cómo entendemos hoy ese concepto. El protocolo de Kyoto, que entró en vigor a mediados de la década pasada, pretendió al menos frenar esa terrible deriva. Pero los hechos han demostrado que la tendencia, lejos de revertirse, se ha agudizado. Más aún desde que la Administración Trump reventó los intentos de proseguir por esa vía multilateral retirando a Estados Unidos de los Acuerdos de París, que pretendían dar continuidad a la estrategia de Kyoto.
Frente a la irresponsabilidad de quienes, como Trump, han decidido convertirse en enemigos de nuestro planeta, existe una sociedad mundialmente consciente de la emergencia a la que nos enfrentamos. Las pruebas de que el calentamiento global es una realidad catastrófica son tantas y tan abrumadoras que hasta resultar excesivo reiterarlas. Las vivimos, cada cálido invierno, cada inesperadamente seco periodo de lluvias. La lucha contra el cambio climático no está surtiendo los resultados que debería, y eso se puede comprobar con un somero vistazo a la realidad que vivimos a diario. El pasado jueves 31 de enero se registraron las diferencias térmicas más extremas que se recuerdan en la historia. Mientras en Estados Unidos ciudades como Chicago padecían una ola de frío que bajaba los termómetros hasta los 32 grados bajo cero, en Nueva Gales del Sur, en Australia, una virulenta ola de calor elevaba las temperaturas hasta los 48 grados.
No, no es una anécdota meteorológica. En los últimos años nos estamos acostumbrando a que los fenómenos extremos se repitan en los cinco continentes. La enciclopedia de la nocividad, l'Encyclopédie des Nuisances aquella editorial que a principios de los 90 nos hablaba dentro de la crítica descarnada a la ideología del progreso industrial, se ha tornado realidad.
También, claro, en España. En Galicia, vivimos el problema en primera persona. Llevamos varios veranos en los que se registra apenas un tercio de la lluvia habitual. El 2017 fue uno de los años con menos agua de la historia. Durante varios meses en otoño y en invierno, el territorio ibérico donde más llueve permaneció durante meses en alerta por sequía. Y aunque los gallegos sabemos que el fuego es un riesgo constante, el cambio climático está haciendo que sus pautas se modifiquen drásticamente. Los incendios ya no se producen sólo o especialmente en verano. En los últimos años, según datos del Ministerio de Agricultura, su virulencia está ganando intensidad en los meses de otoño e invierno, hasta el punto de que los días de mayor intensidad del fuego en Galicia en los últimos diez años fueron el 16 de octubre del 2011, el 24 de febrero del 2012, el 11 de septiembre del 2013 y el 2014... La gravísima oleada de fuegos que arrasó decenas de miles de hectáreas en el 2017 se inició un 13 de octubre. En pleno otoño.
Negar que todo eso tenga que ver con el cambio climático sólo puede responder a una estrategia interesada en mantener un modelo productivo tan injusto e insolidario con las personas, en especial con aquellas del Sur global, como aniquilador para el medio ambiente. Las políticas contra el calentamiento global están siendo deliberadamente bloqueadas. Y es ahí donde se hace ya no necesario, sino imprescindible que el movimiento contra el cambio climático no se pare; bien al contrario, que se refuerce para incorporar toda la potencia política de las nuevas generaciones que tienen que definir el rumbo de una nueva época. Por eso estamos y estaremos al lado de las movilizaciones de los Fraydaysforfuture y de la huelga del 15M.
Esa lucha nos compromete a todas. En lo personal, porque nos obliga a mantener hábitos de vida y consumo sostenibles y a comprometernos con ellos en nuestros comunidades sociales, en nuestro entorno familiar y personal. En el ámbito del activismo diario, donde estamos también llamados a movilizarnos en las calles al calor de las demandas de los movimientos ecologistas. Y ya que se trata de trasladar las demandas y convertirlas en compromisos legislativos, se hace inaplazable el compromiso de traducir en las instituciones el mensaje de que somos cientos de millones las personas que en todo el planeta exigimos democráticamente medidas, compromisos (y medios) destinadas a conformar un modelo económico y productivo social sostenible. A quienes también tenemos responsabilidades en ese ámbito institucional, nos toca recoger esas demandas y convertirlas en parte esencial de nuestra estrategia política, para legislar y gobernar con la vista puesta en el futuro. En el nuestro, en el de los y las que vienen, en el de nuestras hijas y, en definitiva, en el del Planeta. Como gritábamos en Copenhague en el 2009, como hemos dicho en el Congreso en sucesivos debates y como se gritará hoy por las calles de todo el Estado y todo el mundo: No hay Planeta B, There is not Planet B.
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