Otras miradas

Metamos de una vez a los ricos en la cárcel

José Ángel Hidalgo

Funcionario de prisiones, escritor y periodista

La perplejidad de ver a Jordi Pujol Ferrusola saliendo en libertad tras pagar unas semanas de prisión por un delito repugnante, me ha hecho recordar que muy pronto se cumplirán cuarenta años desde la promulgación de la Ley Penitenciaria, la primera ley orgánica aprobada por las Cortes constituidas en 1979; y también me ha hecho reflexionar acerca de su eficacia, claro.

Tengo primero que decir que el hecho de que fuera la primera ley democrática es algo que no debe sorprender, porque muchos de los que se sentaron en aquellas flamantes cámaras habían sufrido infame persecución e infame cárcel: querían votarla y con ganas.

En efecto, ya nunca iban a olvidar no solo las condiciones que sufrieron ellos mismos en el viejo talego de Carabanchel (o en otros) en su calidad de presos políticos, sino que estos diputados recordarían siempre tras su liberación, como una experiencia humana de primer orden, el contacto con el lumpen español, con la pequeña delincuencia, con la más profunda incultura, con la miseria de la miseria generada por aquella dictadura de fajín sangriento y espada enhebrada en el ojo de la calavera.

George Grosz. Un Destino común os une a la patria
George Grosz. Un Destino común os une a la patria

Por esa razón se apresuraron, digo yo, a aprobar aquel mandato. Y desde entonces han pasado casi cuarenta años, toda una vida que ha durado lo que el balbuceo alegre de un bebé recién comido.

La Ley Penitenciaria es un texto ambicioso que tiene como piedra angular el artículo 25 de la Constitución, ese que nos ennoblece y mucho como españoles: en mi opinión, más que ningún otro, pues creo que es la rehabilitación del delincuente y su reinserción social el más progresista de los capítulos de la Carta Magna: de forma no directa, pero tampoco indirecta, va a la esencia de la causalidad del delito, y si bien es cierto que no apunta explícitamente a las estructuras sociales injustas como la matriz donde se gesta la conducta criminal, sí que mandata al poder legislativo, ejecutivo y judicial con un deber de tutela sobre el individuo que yerra y cae, con lo cual la Constitución sí que asume parte de esa responsabilidad estructural.

La cárcel, por lo tanto, ha de cumplir esa titánica tarea de reinserción, y sin embargo, tras cuarenta años y aunque sería muy injusto decir que todo continúa igual, esencialmente se siguen dando las mismas circunstancias sociales que ponen al límite las capacidades de la prisión, y más con la graves carencias de medios y personal funcionario que ningún Gobierno afronta con seriedad.

Al sistema penitenciario se le sitúa ante una tensión casi insuperable al obligarle a gestionar el malestar y las agresiones que todos los días se dan dentro de sus muros: es una violencia propia de quienes no tienen nada que perder, de quienes entran una y otra vez, de los que saben que ya nada, ni la mejor de las voluntades, va a lograr que se reconduzcan sus vidas.

George Grosz: Fiel y honrado hasta la muerte
George Grosz: Fiel y honrado hasta la muerte

Esa tensión terrible se multiplica perniciosamente al tener que afrontarla sin que se perciba ninguna preocupación externa (social) por ello: más bien lo que se detecta es un gran desprecio, para qué nos vamos a engañar.

Pero es que a ese mismo sistema penitenciario, se le exige además que dé al recluso formación ¡y la suficiente entereza moral para afrontar la vida en libertad!, cuando esa misma sociedad no hay sido capaz de educarle e insuflarle una autoestima básica cuando era un adolescente, luego un joven... siempre de condición humilde.

¿No es esto acaso un contrasentido, casi un disparate?

Yo lo veo así, porque es una verdad como un templo que son esencialmente hombres pobres los que hoy siguen ocupando las celdas de nuestros penales, hijos de pobres y nietos de pobres, generaciones de menesterosos para los que se ha hipermusculado con muy mala baba un Código Penal (singularmente en los gobiernos del PP) creando una telaraña pegajosa para que caigan como moscas y se pasen años y años atrapados "por robar una gallina", como se le escapó sin duda en un ataque de tos a aquel presidente del Supremo nombrado por el partido conservador.

Esta es la tensión inhumana que afronta la prisión, su realidad diaria y cierta: puesto que es un prurito casi irrealizable enderezar al que la sociedad (sin justicia) no quiso en su día formar, ni darle las oportunidades vitales que en libertad (sin justicia) no se le dieron, la Institución Penitenciaria ve reducido de facto su mandato constitucional a un ingrato papel de apaciguar intramuros la desazón y la tristeza de miles de delincuentes pobres, hijos de pobres, nietos de pobres.

Pero es un papel de trascendencia, ¡qué duda cabe!, pues la prisión se convierte así en un instrumento inestimable para que la injusticia se perpetúe: el pobre que no acepta su ubicación entre los desfavorecidos, y decide ponerle remedio a las bravas saltándose la ley, ya sabe que le aguarda un Código Penal escrito a cuatro zarpas entre Gargamel y su gato... y una red de cien talegos para que se le vaya pudriendo lentamente su malestar.

Pero pienso que con imaginación política habría esperanza a pesar de todo: quiero proponer una solución muy sencilla, como lo es todo lo bueno, justo y bello, que ya lo decía Platón: encerremos a los ricos si queremos que no haya tantos pobres dentro. ¡Es ley científica! Por cada rico en el trullo, cien pobres dejarán de delinquir: me lo contó un ornitólogo especializado en láridos, que sabía bien de la familia de pájaros de la que hablaba.

Redactemos para ello un Código Penal que revise al alza el castigo por el daño que a todo un país ocasionan el delito económico de cuello blanco, el fraude fiscal y la corrupción; sobrará entonces dinero en las arcas del Estado para hacer que se cumplan decenas de mandatos constitucionales hoy enterrados en el olvido y que se pueden resumir en la expresión de un anhelo muy humano: el derecho de toda persona, sea rica o pobre, a recorrer libremente el camino de su felicidad.

¡Igual entonces me quedo sin trabajo! ¡Con lo bonito que es reinsertar!

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