Otras miradas

La cuestionable influencia de los debates electorales

José Rama Caamaño

PhD(c), Universidad Autónoma de Madrid

En promedio, desde los comicios fundacionales de la democracia de 1977 y hasta 2016, la participación electoral ha sido de un 72,6 por ciento. Esta participación, que ha ido en descenso desde los años 80, ha estado muy condicionada por la competitividad electoral, es decir, por lo reñidas que están unas elecciones.

Si hasta ahora la limitada oferta partidista facilitaba a los electores el decantarse por una u otra opción, desde 2015, con la multiplicación de la oferta, lo que las encuestas constatan es que con mayor frecuencia el votante espera hasta el último momento para elegir el partido al que dar su confianza.

Los preelectorales del CIS de las pasadas elecciones señalaban que, para 2008, un 30 por ciento estaba a estas alturas indeciso; ese porcentaje fue del 32 por ciento en 2011; del 42 por ciento en 2015 y del 32 por ciento en las revalidas electorales de 2016. En las actuales de 2019, la cifra de indecisos vuelve a parecerse a 2015: más de un 42 por ciento de votantes no sabe aún a qué partido votar.

Lo sorprendente, sin embargo, es que estos indecisos si los comparamos con los de 2015, hoy se concentran en el flanco derecho del espectro ideológico. De esto son ya conscientes los partidos que, durante la campaña electoral, buscan decantar la balanza a su favor: ya sea movilizando a sus antiguos votantes, a aquellos que en anteriores comicios habían optado por abstenerse o, incluso, intentando seducir a aquellos que en anteriores citas electorales habían depositado su voto en otras formaciones políticas. Para conseguir captar a estos electores menos leales a una marca, tanto el debate del lunes de TVE como el de Atresmedia resultan claves.

Un país sin tradición

En España no ha existido propiamente una tradición de debates electorales emitidos por televisión entre los candidatos a la presidencia. Desde que en 1960 Nixon y Kennedy diesen el pistoletazo de salida a este tipo de choques, fueron muchos los países que decidieron emular esta fórmula de confrontación política. Sin embargo, durante los años 70, Adolfo Suárez, presidente por la UCD, se negó a participar de cualquier tipo de debate. En los años 80, Felipe González, al frente del Gobierno por el PSOE, fue igual de reacio.

En 1993 se produjo uno de los escenarios en los que el debate tuvo mayor influencia. Dos debates tuvieron lugar entre Felipe González, que seguía como presidente del Gobierno, y José María Aznar, por entonces líder del refundado PP. En el primero salió victorioso, de forma clara, Aznar. En el segundo, en el que el candidato por el PP no quería ya participar, Felipe González consiguió imponerse de tal forma que pudo mantenerse, al menos por tres años más, en el poder. Esta experiencia negativa de los debates hizo que el PP se excusase de participar en ellos durante varios años.

Primer debate televisado entre Felipe González y José María Aznar en 1993. EFE / RTVE
Primer debate televisado entre Felipe González y José María Aznar en 1993. EFE / RTVE

El resto de confrontaciones políticas tuvieron lugar en 2008, entre el Presidente José Luís Rodríguez Zapatero y el líder de oposición por el PP, Mariano Rajoy; en 2011, entre Alfredo Pérez Rubalcaba (candidato por el PSOE) y, de nuevo, Mariano Rajoy y ya en 2015 y 2016, pero esta vez a cuatro (con la incorporación en el debate de Podemos y Ciudadanos que, pese a no tener representación parlamentaria, pudieron participar en el debate).

La influencia en el voto de los debates no está del todo clara. Pese a que los partidos se afanan en medir cada uno de los pasos de los candidatos a la presidencia: estudian al milímetro la altura de los atriles en los que han de situarse, los turnos de intervención, las horas de llegada de los candidatos al plató de televisión, los bloques temáticos de debate o, incluso, el color de su camisa; que los votantes vean condicionado su voto a causa del resultado del debate es muy cuestionable.

Lo que dicen los medios

Varios estudios apuntan a que las encuestas no cambian su dirección después del debate y que, por lo general, la opinión de los votantes sigue siendo la misma antes y después de que este tenga lugar.

Algunos trabajos señalan que más que el debate en sí, lo que importa es lo que dicen los medios sobre él. Un estudio reveló que quienes más se vieron afectados por el debate fueron aquellos que conocieron la opinión de los medios sobre el supuesto vencedor, mientras que aquellos que desconocían esta información no variaron su postura tras el debate.

En España, en uno de los trabajos que de forma más comprensiva han estudiado el efecto de las campañas electorales, se apuntó a la existencia de un nuevo tipo de efecto de las mismas: la desactivación de los votantes. Así, los electores desactivados serían aquellos que, debido a campañas negativas de los partidos (ataque directo a otros candidatos) y al no diálogo entre formaciones, si bien tenían pensado ir a votar antes de la campaña electoral, tras los acontecimientos que se suceden durante la misma, optan por quedarse en casa.

Con todo, si algo está claro es que la influencia de los debates se verá moderada por dos factores: el primero, por el nivel educativo de los votantes (los votantes más sofisticados son los menos propensos a verse afectados por el debate) y el segundo, por la lealtad partidista(los electores que se sienten identificados con un partido exhiben una probabilidad menor de cambiar de partido tras el debate).

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation

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