Otras miradas

Garzón, sólo un síntoma

Gonzalo Boye Tuset

GONZALO BOYE TUSET

Abogado

Desde que se inició la persecución general en contra del juez Garzón, se van sucediendo movimientos, declaraciones y luchas intestinas en las más altas esferas del Poder Judicial que deben hacernos meditar sobre si el problema real es Garzón o si, por el contrario, su acoso no es más que un síntoma de una enfermedad más grave: la politización de la Justicia, que debería ser abordada como un problema de Estado y cuanto antes mejor, a fin de evitar un resquebrajamiento institucional serio y de imprevisibles consecuencias. Porque ningún Estado democrático y de Derecho puede permitirse que uno de sus poderes, amparándose en el principio de independencia judicial, se desvincule del propio Estado del que dice formar parte.
Si la politización de la Justicia consiste en el posicionamiento y actuación política de algunos jueces, casi siempre pertenecientes a las más altas instancias del poder judicial y con la mayor antigüedad en la carrera (algunos incluso preconstitucionales), la otra cara de la moneda la representa la "judicialización de la política", es decir, el intento pertinaz de los partidos políticos por resolver en vía judicial lo que no han podido ganar en las urnas y, unido a ello, la aparición de una ingente cantidad de casos de corrupción que son, justamente, los que hay que llevar a los tribunales.
Un Estado democrático y de Derecho debe garantizar la independencia individual de sus jueces, pero no la de un poder que se alza incluso en contra de los propios intereses del Estado, llegándose a pronunciamientos tan peligrosos como el del propio presidente del CGPJ, quien afirmó que no tolerará que se diga que algunos magistrados del Supremo prevarican, como si dicha condición profesional impidiese la comisión de tales ilícitos o, peor aún, como si los miembros de las altas esferas de la judicatura estuviesen exentos de responsabilidad alguna. En una democracia todo y todos somos cuestionables, y eso es algo que parecen olvidar cuanto más alto suben en la escala de un poder que, más que independiente, tiene voluntad secesionista.

Cuando existen graves casos de corrupción, en lugar de centrarse en el esclarecimiento de los mismos y la persecución de los corruptos y corruptores, se buscan excusas y víctimas propiciatorias para generar una desconfianza indeseable en las instituciones del Estado; concretamente, se persigue a un juez no por un mal actuar, sino por lo que representan las resoluciones que ha dictado, todas ellas contrarias a los intereses políticos de los grupos controladores de un determinado poder del Estado.
No podemos olvidar que, para encontrarnos ante una tipicidad objetiva, en el delito de prevaricación habrán de cumplirse algunos de los siguientes criterios de actuación punible, como son que el juez se haya inventado un hecho, que se haya inventado una norma o, finalmente, que se haya apartado de las reglas de interpretación de las normas establecidas en el artículo 3 del Código Civil; nada de ello ha hecho Garzón, pero parece ser que otros, con el afán de cuadrar las cuentas políticas, sí están dispuestos a inventarse hechos, a crear Derecho o a alejarse ostensiblemente de las normas aplicables a la interpretación del Derecho. Y eso sí es prevaricación.
Lo lamentable del "caso contra Garzón", que no del caso Garzón, es que se están cruzando todos los límites inimaginables en una democracia sin siquiera pararse a medir las consecuencias de dicha extralimitación; se están cuestionando políticamente las decisiones judiciales, las políticas y los actos ciudadanos más relevantes, como el votar, y todo ello con el único fin de preparar el escenario electoral para, con la fuerza de la judicatura, modificar la voluntad popular y, si no es así, tiempo al tiempo, porque esta estrategia ya la conocemos.
Este actuar de las altas esferas de la Judicatura está generando daños, quizás, irreparables a la imagen internacional no sólo del sistema judicial español, sino, sobre todo, del sistema político y democrático del Estado. Porque fuera de nuestras fronteras no se comprende que unos pocos en un poder de pocos tengan tanto poder como para hacer lo que están haciendo ni, mucho menos, que ante decisiones discutidas se acuda, sin más, a la quema en hoguera pública del autor de tales opiniones jurídicas, situando al sistema judicial actual en unos parámetros históricos más acordes con Niño de Guevara que con una democracia del siglo actual.
No a todos nos gustan todas las decisiones de Garzón, pero de ahí a la prevaricación existe un trecho importante que viene perfilado por la tipicidad objetiva de la conducta que, en este caso, no se da. Por tanto, forzar la subsunción del hecho en el derecho sí sería incardinable en la conducta a él imputada.
En España existen buenos jueces, que lamentablemente casi nunca llegan alto, y es a ellos a quienes debemos un respeto y un apoyo porque, a diferencia de lo que piensa Dívar, el juez debe tener autoridad de la que deriva su poder y no al revés. Lo triste de todo este proceso, en el cual Garzón no parece más que un síntoma, es que mientras no seamos capaces de diagnosticar la enfermedad real y buscar la medicina adecuada, el Estado seguirá padeciendo un empeoramiento tal que, para cuando decidan aplicarle un tratamiento, puede que nos encontremos ante un paciente en estado terminal.

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