Otras miradas

¿Y si las distopías más tiránicas pudieran hacerse realidad?

Roberto Losada Maestre

Profesor de Teoría Política, Universidad Carlos III

Tal vez, en un mundo futuro superpoblado y sobreexplotado, cuando vaya al mercado, encuentre un producto alimenticio sintético, sabroso y con todas las propiedades nutricionales que necesita. En la etiqueta indica que se elabora con plancton marino muy energético. Hasta aquí, todo parece ir bien, pero ¿qué ocurre si se descubre que no existe ese plancton y que las galletas están hechas con los restos procesados de humanos fallecidos?

Ése es el argumento de la película Soylent Green de 1973, que en España se llamó Cuando el destino nos alcance.

Cartel de la película ‘Soylent green’ (Richard Fleischer, 1973). Imagen: Wikipedia / Metro-Goldwyn-Mayer / John Solie
Cartel de la película ‘Soylent green’ (Richard Fleischer, 1973). Imagen: Wikipedia / Metro-Goldwyn-Mayer / John Solie

Las ficciones políticas cinematográficas y televisivas nos han mostrado mundos terribles. Muchas veces son consecuencia de un comportamiento poco responsable por parte de los humanos respecto al planeta y sus recursos, o resultado de un enfrentamiento bélico generalizado, o crisis económicas que desquician por completo el orden social conocido (Mad Max).

A veces, ni siquiera tienen lugar en nuestro mundo, sino en otros completamente inventados (Juego de Tronos). Tampoco tiene por qué tratarse necesariamente de una visión del futuro: El cuento de la criada, por ejemplo, transcurre en nuestros días, como también lo hace la serie británica Utopía.

Aunque no todas las ficciones son pesimistas o presentan un mundo desagradable (Star Trek es mucho más optimista), parece que la audiencia disfruta viendo mundos en los que resulta poco apetecible vivir. Tal vez porque consuela comprobar que, en comparación con los ficticios, el nuestro no es tan malo.

Primera edición de Utopía, de Tomás Moro (1516). Ilustración: Wikimedia
Primera edición de Utopía, de Tomás Moro (1516). Ilustración: Wikimedia

A estos mundos no deseables los llamamos distópicos para diferenciarlos de las más apetecibles utopías. Una distinción algo falaz: prueben a leer la descripción de la vida en la Utopía de Tomás Moro, o en La Ciudad del Sol de Campanella, y hallarán mil y un motivos para desear que no se hagan nunca realidad. Tanto en las utopías como en las distopías no existe libertad política, se vive bajo un régimen tiránico.

En la mencionada serie televisiva El cuento de la criada (inspirada por el relato de la escritora Margaret Atwood), un grupo, con una visión muy particular del papel que el cumplimiento de las sagradas escrituras tiene para salvar a la humanidad (que se enfrenta a un problema de ausencia de natalidad alarmante), toma el poder en los Estados Unidos e implanta una especie de república religiosa (Gilead) en la que las mujeres son objetos propiedad de los hombres. Se instauran rituales de violación sistemáticos de las mujeres fértiles por los hombres con poder político que se llaman a sí mismos comandantes.

Margaret Atwood, autora de ‘El cuento de la criada’, junto a un ejemplar de la obra.  Foto: Wikimedia / Kvlakshmisree
Margaret Atwood, autora de ‘El cuento de la criada’, junto a un ejemplar de la obra.  Foto: Wikimedia / Kvlakshmisree

Todo está en la Historia

En esta ficción, el sistema político despótico se establece a través de una serie de atentados terroristas con los que, poco a poco, se consigue desmantelar el sistema político previo para instaurar la nueva república religiosa. Margaret Atwood decía que en su relato no hay nada que no haya ocurrido ya en algún momento de la historia. Aún hoy en día el número de regímenes políticos que excluyen de las libertades políticas a parte de su población (especialmente a las mujeres) resulta alarmante y desesperanzador.

Ver El cuento de la criada y otras series similares puede llevar a preguntarnos si es posible que ocurra algo parecido en la realidad. No descarte tan rápido la idea. Richard Weaver advertía que cuando la libertad de la gente desaparece no lo hace de golpe con una explosión, sino en silencio, en medio de la comodidad de sentirse cuidado. El proceso es terroríficamente sencillo:

  1. Primero aparecerá un problema. No un problema cualquiera, sino uno que, real o no, por el motivo que sea, se convierte en el más urgente y preocupante, aquél que pone en juego la supervivencia de la colectividad (el problema de la natalidad en El cuento de la criada).
  2. Como ocurre con todo problema político, habrá opiniones distintas sobre cómo resolverlo. La política es opinión; la verdad es cosa de la ciencia.
  3. Aparecen entonces los expertos. Afirman tener la solución al problema. Pero, ¡cuidado!, no dicen que la suya sea una opinión más. Los expertos hablan como si estuvieran en posesión de la verdad.
  4. Como no todos los expertos defienden lo mismo, hay que decidir quiénes son los verdaderos expertos, los mejores.
  5. Aparece entonces la fe en la medición y en los rankings. Es una fe, porque, como señala Jerry Z. Muller, exige creer en tres cosas que son dogmas: que es posible sustituir el juicio, el talento y la experiencia personal por mediciones; que si esas mediciones son públicas las cosas funcionarán como deben; que medir es la mejor manera de motivar a las personas. Por supuesto, esto exige ignorar que no todo lo importante se puede medir y que casi siempre acaba por medirse lo que no importa.
  6. El ranking acaba por aplicarse a las personas. Los habrá excelentes y los habrá mediocres. El criterio de clasificación es arbitrario en tanto en cuanto no tiene que ver con lo se pretende medir en realidad, pero no importa. La excelencia, que es una ideología totalitaria, ya ha hecho su aparición.
  7. La única opinión válida es ahora la de los expertos excelentes, los mejores (siempre, claro está, según el ranking elaborado por ellos mismos). Pero cuando sólo hay una opinión, ya no es opinión, sino verdad indiscutible. Por otro lado, la adopción de este sistema meritocrático hace que los expertos estén convencidos de su propia buena fe, de que son justos, de que sus juicios no contienen prejuicio ni error, que los demás están equivocados y, lo que es peor, que actúan de mala fe, que son malos.
  8. Puesto que las contradicciones de la vida, la creatividad, la invención, el arte, la filosofía, etc. no son medibles, la solución al problema pasa siempre por ser una idea artificial del ser humano. Así que todos han de ajustarse al modelo teórico de los expertos por la fuerza. Recuerde: el que no se ajusta es malo, el que piensa por sí mismo, el creativo, el inspirado, también.
  9. Para que el ajuste sea completo, todos los aspectos no políticos de las relaciones sociales han de ser públicos: la vida familiar, el amor, la educación, las opiniones (que ya no podrán expresarse libremente porque están equivocadas y cargadas de mala intención). Todo será sometido a escrutinio público (quien haya visto o leído El cuento de la criada habrá comprobado que hasta el sexo es cosa de la que se ocupa el poder).
  10. Et, voilà! El poder político pasa a ser un asunto arbitrario totalmente privatizado, en manos de los expertos, formen estos un partido político (que acabará siendo único), una asociación, un grupo religioso... Pero el caso es que la política no se puede privatizar; si se privatiza deja de ser política para ser tiranía. A quien pregunte, entonces, por el motivo de la obediencia se le responderá lo mismo que a los niños en las escuelas de la Italia fascista: "Obedece porque se debe obedecer".

Nos queda, sin embargo, algo de esperanza. Como se ve en muchas de las series de televisión distópicas, el ser humano actúa, y la acción es siempre imprevisible, ambigua, no encaja en los modelos teóricos, los descoloca. Siempre hay un grupo de resistencia que lucha contra la negación de la política que supone la tiranía totalitaria. Al final, la tiranía es derrotada. Aunque, eso sí, puede que haya que esperar mucho tiempo para ver su fin, y como decía Sancho, "¿qué mayor desdicha puede ser de aquella que aguarda al tiempo que la consuma?" Lo mejor será, pues, que hagamos lo posible por evitar que ese futuro distópico nos alcance.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation

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