Otras miradas

Mi tía, el tío Walt y 'El Club de los Poetas Muertos'

Ana Bernal-Triviño

Periodista

Recuerdo terminar la película sin querer devolver la mirada a mis hermanas, que tenía detrás. Esperé a secarme un poco las lágrimas, me giré y me las encontré llorando también... Entonces, las tres rompimos con una risa algo contagiosa, para relajar todas las sensaciones. El Club de los Poetas Muertos llegó a aquella habitación pequeña de mi dormitorio después de que mi hermana mayor, Irene, fuese a verla con mi tía Mari. Mi tía nos trataba como si fuese una segunda madre. En nuestra infancia y adolescencia se encargó de sugerirnos libros, canciones, películas y obras de teatro que ampliaran la visión de nuestro mundo. Como Irene era la sobrina mayor, fue la más beneficiada de aquellas salidas. Eva (mi otra hermana) y yo (la más pequeña) fuimos durante un tiempo a remolque de aquellos estrenos o lecturas, e Irene se convertía en la capitana que nos guiaba. Así que, en cuanto llegó  El Club de los Poetas Muertos al videoclub de la barriada, Irene corrió a alquilarla y nos la puso. Allí la vimos las tres hermanas, por primera vez, juntas.

Una escena de la película 'El Club de los Poetas Muertos'.
Una escena de la película 'El Club de los Poetas Muertos'.

El otro día cayó en mis manos un artículo de Walt Whitman. Hoy, 31 de mayo, se cumplen doscientos años de su nacimiento. Y también, en este 2019, se cumplen treinta años de la película. E, irremediablemente, me acordé de mis hermanas, de mi tía Mari, de la peli y del tío Walt.

En casa empecé a llamarle así desde que se lo escuché al profesor Keating, interpretado por un Robin Williams al que años después el dolor le venció. Desde que vi aquella película, con nueve o diez años, no sé cuántas veces he retomado frases y escenas para encontrar empuje cuando las fuerzas flaqueaban. De ella aprendí aquel carpe diem, que nuestra vida no puede marchitarse, asumir que un día dejaremos de respirar, caminar a mi aire sin formalismos, romper los límites sin preocuparme la necesidad de ser aceptada, sentirme orgullosa de estudiar letras porque esas letras, la poesía y todo lo que le rodea "son las cosas que nos mantienen vivos"... e intentar mirar todo desde otra perspectiva, aunque no me llegue a subir a las mesas.

Después de aquello, el tío Walt fue apareciendo de tiempo en tiempo, supongo, para que no me olvidase de él. Recuerdo a mi maravilloso profesor de latín cuando me descubrió que aquel carpe diem aparecía en una oda de Horacio.

Dum loquimur,
fugerit inuida aetas: carpe diem,
quam minimum credula postero.

Analizar aquellos versos en clase, destriparlos, y que desvelaran ese origen ante mí, fue inolvidable. También, cómo no, encontré al tío Walt en Lorca quien me descubrió que aquel loco de dientes sudorosos de la peli, bajo la mirada de Federico, era un poeta con una barba llena de mariposas.  Y recuerdo la primera vez que llegó a mis manos un libro de Walt Whitman, que no dejé de subrayar porque sus versos me hablaban directamente, sin contemplaciones, me ensanchaban los pulmones y señalaban que sólo tenemos un ‘aquí’ y un ‘ahora’.

Con él aprendí a valorar lo más insignificante. Que la hoja de hierba o el grano de arena son perfectos, que las estrellas trabajan en la noche o la maravilla de que "la articulación más pequeña de mi mano, avergüenza a las máquinas". Me hizo consciente del mundo con sus dolores, con la madre que muere abandonada por sus hijos, con la "mujer ultrajada por su marido" y las "degradaciones impuestas por los poderosos a los obreros, a los pobres, a los negros". Las angustias y anhelos con los que el tío Walt describió a las mujeres y hombres de finales del siglo XIX existen aún en este siglo XXI... Su poesía no caduca porque narra la esencia de la existencia, por años que pasen. Por muchas máquinas, tecnologías o robots que nos rodeen solo somos carne, hueso y sentimientos abrumados de preguntas.

Durante la etapa de la crisis y durante el cáncer de mi madre es cierto que el tío Walt me sirvió de poco. Mucho menos, ante la muerte de mi tía. O eso pensaba hasta hace nada porque ahora creo que, quizás, si no me terminé de hundir fue porque me agarré a las cosas pequeñas que son grandes.

El dilema se presentó en cómo cumplir aquel carpe diem cuando te dejan sin trabajo, sin dinero, y sin opciones a completar tu vida. Cuando te llega la carta de desahucio o cuando te quieren arrancar de raíz a los tuyos y dejarte sola. Cómo cumplir aquel carpe diem cuando lo más básico, lo que crea tu identidad como persona y, por lo tanto, tu dignidad, está roto. La psicóloga que nos trataba durante el cáncer de mi madre nunca supo responderme. Al final, me agarré a que el auténtico carpe diem estaba en que mi madre se levantase cada mañana con vida. El tío Walt se refería a eso, supongo. Para mí aquello era una victoria, pero no pude dejar de pensar qué sería de mi vida aún por construir.

Supongo que dejé de leer y evocar al tío Walt para que no me traumatizara mucho más que las circunstancias ni me creara frustraciones. Porque en aquella etapa, en aquel camino, apareció "el desfile interminable de los desleales, de las ciudades llenas de necios" y frente a ellos, me preguntaba también, como él: "¿Qué de bueno hay en medio de estas cosas?" Y el tío Walt me respondía:

"Que estás aquí- que existe la vida y la identidad,
Que prosigue el poderoso drama, y que
tú puedes contribuir con un verso"

El tío Walt estaba dentro de mí, así que era imposible que no brotase ese instinto de agarrarse a la vida. De disfrutar del cielo azul cuando está azul y del gris cuando está gris. Disfrutar del olor a petricor, de escuchar el viento y sentirlo en la cara. De hacer de la vida algo extraordinario solo observando lo ordinario, porque la mayor felicidad está en la normalidad del día a día. De que en este mundo, a ratos horrible, lo extraordinario es algo tan sencillo como esforzarse en ser buena persona, en no dañar a los demás y en construir algo mejor. Es la auténtica revolución, sacar algo bello entre la oscuridad. Temo que algunas personas pasen por este mundo sin haber sentido ninguna plenitud, aunque sea mínima. Temo que algunas personas se queden tan atrapadas por la enfermedad, la pobreza, el hambre y la violencia que pasen por la vida sin vivir. Porque eso es un fracaso de toda la humanidad.

A veces quiero pensar que aquella película, y el mensaje del tío Walt, fueron un regalo de mi tía. Quizás ella sabría lo que nos vendría encima y lo hizo para que esta lección no se me olvidase nunca. También sé, con certeza, que se lo enseñó a sus sobrinas, sobre todo, por ser mujeres. Porque aquel mensaje que en la película solo va dirigido a unos jóvenes varones, se ajustaba a nuestra historia no narrada, la de las mujeres que nos encontraríamos con los límites que la propia sociedad impondría a nuestra libertad. Tendríamos que ser más fuertes para derribarlos, sin que a ninguna de nosotras nos preocupase el qué dirán o lo que esperasen de nosotras. Y también sé que mi tía siempre nos acercó a la lectura y a la cultura como la búsqueda del consuelo. Me duele reconocer que justo ella, la que me dió ese mensaje, se marchara sin disfrutar al máximo de la vida en sus últimos años y sin aquel viaje prometido. Si algo nos demostró tita es que la vida acaba cuando no lo esperamos.

Decía el tío Walt que "cada átomo que me pertenece también os pertenece a  vosotros". Y quiero pensar que llevo conmigo los átomos de quienes ya no están y que por eso, a ratos, los siento vivos. Ahora, mientras escribo esto y escucho la banda sonora de la película, siento que mi tía está aún y que ella contribuyó en mí con el más hermoso de los versos, que fue el impulsarme a sobrevivir. He descubierto pronto muchos sinsabores para, ahora, sacar todo el sabor que pueda. Ahora que soy feliz porque tengo lo básico para mantener mi dignidad, techo y comida, soy más consciente de la inmensa suerte que tengo de vivir. El legado de mi tía, de la película y del tío Walt me acompañarán por siempre, para no resignarme y perseverar cuando vengan las olas. La vida es el mayor ejercicio de resistencia. Lo dejo aquí escrito para recordármelo cuando vengan malas rachas.

La mejor lección que podemos extraer del tío Walt es conseguir y exprimir con gozo algún segundo del día, porque es un milagro estar, porque el tiempo no vuelve, porque es lo único que nos vamos a llevar y porque debemos seguir por quienes ya no están. Estamos vivos y eso significa siempre que tenemos una oportunidad. Una oportunidad de contribuir con nuestro verso y hacer de nuestras vidas algo extraordinario.

Gracias, tío Walt.

Gracias, tita.

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