Otras miradas

Derecho de emergencia en Galiza, más allá de la Inquisición

Benet Salellas i Vilar

Abogado 

Nicolau Eimeric (Girona, 1334), Inquisidor General de la Corona de Aragón, fue autor de uno de los tratados más famosos sobre el oficio inquisitorial y, en la reflexión sobre el valor de las delaciones de los cómplices del acusado, descartaba de forma taxativa su peso como única prueba en el proceso penal. Desgraciadamente, el derecho de emergencia construido por algunos estados presuntamente democráticos en el siglo XX ha rebajado este esmirriado listón probatorio, hasta el punto de que en nombre de la lucha antiterorrista se ha validado la posibilidad de aceptar como única y solitaria prueba para dictar condena la declaración de un arrepentido. La Italia de los 80 y 90 del siglo pasado fue el auténtico campo de pruebas de esta excepción procesal, que se encuentra vetada como tal en otros países, en los que se exige siempre que haya confirmación de lo que explica el delator, más allá de la propia declaración, y que la misma se haya filtrado con un interrogatorio cruzado con aquel que es acusado, como pasa por ejemplo en la tradición anglosajona.

La Audiencia Nacional española ha condenado este mes de mayo al joven Carlos Calvo Varela a doce años de privación de libertad por los delitos de pertenencia a organización terrorista (Resistencia Galega) y tenencia de explosivos al servicio de esta organización, con la única prueba de la confesión en juicio del otro acusado, Xurxo Rodríguez, quien había llegado previamente a un acuerdo con la Fiscalía para rebajarle la pena a la mitad -tal y como ha asumido el Tribunal- a cambio de modificar el sentido de sus declaraciones, que siempre habían sido exculpatorias para Carlos Calvo, y convertirlas en incriminatorias. La sentencia, redactada por Fernando Grande-Marlaska, con el voto en contra de uno de los tres magistrados que formaban el tribunal, se sitúa así en la vanguardia del derecho de emergencia contemporáneo, incluso más allá de las soluciones desesperadas de los tribunales italianos en los años de plomo; y la verdad es que derriba los esquemas de todos los que lo vivimos en primera línea.

A alguien le pueden ofrecer una rebaja de la pena a la mitad (a Xurxo Rodríguez le han impuesto seis años de privación de libertad) a cambio de cambiar sus declaraciones. Esta persona declara en el juicio, negándose a contestar las preguntas del abogado del otro acusado (y por lo tanto extirpando cualquier hipótesis de contradicción de la prueba, como exigiría el principio de justicia más elemental). Y todo esto, sin más, pasa a imprimirse en una sentencia que aplica una pena propia de un delito de homicidio. Esto sí que resulta un auténtico atentado contra el sentido común y contra la inocencia de alguien que, como Carlos Calvo, siempre ha negado tener ningún tipo de relación con organizaciones de tipo terrorista o similar, y a quien los propios agentes que intervinieron en el juicio pudieron acusar como máximo de formar parte del universo del independentismo gallego.

Me cuesta mucho no pensar en la Inquisición, y de ahí la cita al inicio del artículo. El sufrimiento que provocaba el Santo Oficio a los justiciables hacía que los ciudadanos fueran capaces de aceptar como propia la más abominable de las herejías. El sistema de pactos con la Fiscalía de la Audiencia Nacional hoy puede hacer declarar a cualquier hereje el más terrible de los crímenes atribuyéndoselo a cualquier otro acusado, a cambio de no sufrir el tormento de una pena alargada, y para beneficiarse de los premios previstos en la legislación antiterrorista para los arrepentidos que colaboren. En este caso el sufrimiento no es físico, pero la coacción del derecho a la libre declaración es evidente. Y lo más grave, la inocencia de aquel contra el que se comete la delación no puede sobrevivir. Carlos Calvo, nos vemos en el Tribunal Supremo.

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