Otras miradas

Blockchain, la secta criptofílica

Javier López Astilleros

Documentalista y analista político.

Pixabay.
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La cadena de bloques (blockchain en inglés) es un registro digital actualizado por los usuarios Las criptomonedas emplean esta cadena con múltiples aplicaciones de todo tipo. Es un sistema que funciona por el consenso de la mayoría. Muchas criptomonedas como Bitcoin, Libra, o los contratos inteligentes de Ethereum utilizan el sistema de bloques P2P (red entre pares).

La aplicación de esta tecnología supone la sustitución del mundo conocido por otro infalible, aunque desconocido. La objetivación de la realidad acaba con la percepción subjetiva del intermediario, lo que en la práctica imposibilita el fraude.

Dicen que el japonés Satoshi Makamoto lo ideó en el 2008, año de la gran estafa financieraSin embargo, este genio oriental negó con vehemencia su paternidad. En realidad sus auténticos creadores saben que esta obra requiere inmolarse en el anonimato, y  que un sistema coral de usuarios no precisan de un caudillo.

Cada intervención en la cadena de bloques queda grabada, y es como un cerrojo. Nada se puede modificar o borrar, tan solo añadir. El proceso interno es complejo, y se basa en la criptografía y un sistema de distribución descentralizado y compuesto por redes y nodos.

La tecnología que nos ofrece no permite la mentira de ciertos intermediarios, pues un solo individuo no puede engañar al conjunto, salvo si es consentido por la mayoría de los eslabones de la cadena.

JP Morgan Chase y otras corporaciones alertaron de que se trataba de una estafa, pero Bretton Woods también fue una farsa convertida en realidad. En realidad, esta red entre iguales (P2P) se salta la liturgia del intermediario, y es lógico que los gestores de bienes y recursos ajenos se molesten, aunque terminen por aceptar la realidad. Por ejemplo JP Morgan anunció en febrero del 2019 su criptomoneda, la JPM coin, aunque dirigida a mercados "sometidos a regulación". La realidad es que el sistema de bloques transforma el sistema financiero "tradicional", y arrastra a la democracia hacia un acantilado excitante y desconocido. La cadena de bloques tiene otras aplicaciones. Afectará a las patentes o a los registros de la propiedad. También al voto electrónico, lo que acabará con el pucherazo. Adoptar este sistema facilita las campañas electorales. La nueva democracia necesita del ritual de las urnas con regularidad. Los partidos tienen así más libertad para llegar a desacuerdos, y repetir tantas elecciones como sean precisas.

La cadena de bloques no evita la corrupción, sino que la hace más visible. No cuestiona la esencia misma de la desigualdad, sino que garantiza su infalibilidad, aunque de un modo obsceno. Pero hay motivos para el consuelo: los registradores de la propiedad y los notarios se convertirán en especies protegidas, y la Iglesia tendrá problemas para garantizar la trazabilidad de los bienes inmatriculados.

La transparencia no es sinónimo de equidad. Los directores ejecutivos de Amazon, Facebook, Google o Tesla son inmunes, apenas pagan impuestos y viven en edificios transparentes y democráticos ideados por Le Corbusier. Incluso hay quien aprovecha el anonimato de las criptomonedas para sanear el dinero de todo tipo de corrupciones. Además no se pueden embargar. No les alcanza el zarpazo de las administraciones públicas. Otra interesante utilidad es que se pueden programar las herencias, y limitar así el gasto de los vástagos díscolos.

En definitiva el cambio ya está aquí. La industria de la música y la alimentación ya se preparan para un mundo libre de listeriosis, diamantes de sangre, o móviles fabricados con el coltán infantil del Congo, extraído de infames minas.  Sin embargo, la transparente impunidad está a la vista de todos.

La cadena de bloques es la apoteosis del capitalismo socializado.

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