Otras miradas

Chile, sin soluciones inmediatas para un estallido anunciado

Pablo Sapag M.

Profesor Titular de Historia de la Propaganda, Universidad Complutense de Madrid

Un manifestante enarbola una bandera durante las manifestaciones contra el gobierno de Sebastián Piñera en Santiago de Chile. REUTERS/Henry Romero
Un manifestante enarbola una bandera durante las manifestaciones contra el gobierno de Sebastián Piñera en Santiago de Chile. REUTERS/Henry Romero

No por dramático en su secuela de muerte y destrucción, el estallido chileno ha sido sorpresa. Es una constante histórica.

En esta ocasión, todos los indicadores lo auguraban. Otra cosa es que por la propaganda de quienes dirigen Chile desde la Independencia, ni ellos ni el mundo exterior fuesen capaces de preverlo. Los primeros, por haberse convencido de su propio discurso. Fuera de Chile, porque desde el desconocimiento se quiso creer que aquello sería un modelo para otros, incluida España, donde se intentó promover el sistema chileno de pensiones, una de las causas de la revuelta.

Las desiguladades chilenas

De acuerdo al Índice Gini, que mide la desigualdad según la distribución de ingresos, Chile no escapa a la tendencia de América Latina, la región más dispar del mundo.

Lo llamativo es que su desigualdad es constante desde hace décadas, incluso siglos. Según el Índice Palma, por el apellido del economista chileno que lo desarrolló, las inequidades endémicas de la sociedad chilena son aún más acusadas. Las diferencias entre uno y otro índice tienen que ver con uno de los errores intencionados que llevaron a quienes dirigen Chile a creerse su propia propaganda y a observadores foráneos a confundir el análisis.

Es tal la diferencia de sueldos que las medias resultan distorsionadas. Se dice que el sueldo promedio es 800 euros, aunque en realidad está más cerca de 600, siendo el mínimo de 350. La diferencia existe porque las medias incluyen al 15 % que más gana sin considerar su peso dentro de la masa laboral. No se trata de riquísimos o de parlamentarios, que ganan 33 veces el sueldo mínimo.

El dato se ve distorsionado por lo que la propaganda semántica llama "profesionales" o sector "BC1". Los "profesionales", especialmente los dedicados a la gestión económica, financiera y de negocios –ingenieros comerciales les llaman en Chile–, otros ingenieros, abogados, médicos y alguno más, pueden ganar siete veces el salario medio y más de 10 el mínimo.

A esa minoría se la asimila con todos los que superan el sueldo mínimo en la llamada "clase media", concepto ambiguo alejado de la realidad. La mayoría de los chilenos son pobres en relación a los ultra ricos y a esos "profesionales" considerados "clase media". De ahí que en un país de 18 millones de habitantes, las declaraciones de la renta de personas físicas sumen poco más de dos millones y medio. En España la mitad de sus habitantes declaran.

Los impuestos

En ese contexto impositivo nada progresivo ni redistributivo, en Chile todos pagan un IVA –Impuesto del Valor Agregado-  que es el tercero más alto de América Latina y sin reducciones, castigando así a quienes menos ganan. La estructura tributaria la completan tipos bajos para rentas altas y exenciones a empresas. Quedó explicitado cuando para intentar sofocar la revuelta, entre otras cosas, el presidente Piñera prometió subir del 35% al 40% el tipo para aquellos que mensualmente ganan 11 mil dólares. Y esos no son ultra ricos. Quien gana esa cantidad en todo un año no declara.

En realidad, el Estado chileno es poco más que un intermediario entre empresas que proporcionalmente dedica más recursos a las fuerzas de seguridad, de las mejor dotadas del mundo, que a otros capítulos. En todo lo demás, su presencia es mínima.

Sanidad, educación, carreteras, farmacias o supermercados están en manos de oligopolios privados. En cada sector operan dos o tres grupos que imponen sus condiciones en todos los ámbitos, del legislativo al laboral, pasando por la fijación de precios. Chile es un país caro. Cada vez que sube al metro, un santiaguino paga un euro. Un litro de leche no baja de 1,10 euros. El sistema no beneficia a los consumidores.

En cuanto a las pensiones, la dictadura militar encabezada por Augusto Pinochet sustituyó un testimonial sistema de reparto por planes individuales, que no son complementarios, como en otros países. En Chile no hay reparto y solidaridad, sino capitalización individual que en un país con sueldos bajos explica por qué en Chile prácticamente no hay jubilados. Con pensiones igualmente bajas, alcanzada la edad de jubilación la mayoría se recontrata.

La educación no favorece la igualdad de oportunidades y es de una segregación extrema, además de un negocio que sitúa a las universidades chilenas entre las más caras del mundo. Las familias dedican mensualmente el 50% del salario medio para financiar estudios superiores a uno solo de sus miembros.

En sanidad, solo presta asistencia subsidiaria a quienes no pueden pagar seguros privados, que tampoco son complementarios. O se está en la privada o en la pública. El Estado no contempla un sistema universal.

Concentración en la Puerta del Sol de Madrid el 20 de octubre de 2019. Pablo Sapag, Author provided
Concentración en la Puerta del Sol de Madrid el 20 de octubre de 2019. Pablo Sapag, Author provided

Historia de inequidad

El modelo chileno reproduce una desigualdad que se arrastra desde la época colonial y se profundizó hace 200 años. Chile era una colonia española pobre, esencialmente militar y sin apenas elite criolla. Por eso y tras una Independencia por razones militares –el libertador San Martín necesitaba atacar por mar a los españoles en Perú–, esta última se reforzó con un puñado de inmigrantes europeos.

Ahí nació el modelo de explotación intensiva de recursos naturales con uso de mano de obra sin cualificar para generar altos rendimientos. Se los repartirían los viejos encomenderos coloniales reconvertidos en terratenientes e inmigrantes ávidos de prosperidad material. Su color de piel y su pretendida superioridad cultural justificaron hasta hoy el despotismo ilustrado para gobernar a la gran masa mestiza, carente de representación y en muchos casos de conciencia de su condición racial y cultural diferenciada de las elites políticas, económicas, mediáticas, militares y académicas que dirigen Chile.

Esa realidad es la que ha convertido la política en un ejercicio estéril. La inmensa mayoría de chilenos son mestizos racial y culturalmente que no necesariamente comparten los objetivos de otros grupos. A ellos se suman un 10 % de indígenas asumidos y apenas un 10 % de blancos reales o aparentes y cuya cultura deriva de aquello que motivó el maridaje entre elites criollas e inmigrantes europeos. Son estos últimos los que mandan y proyectan una imagen de Chile que confunde a los observadores externos. Una elite sustentada racial y culturalmente que no interpreta a una masa mestiza que no está representada y que es sometida a experimentos de derecha o izquierda inspirados en otras realidades culturales.

La prueba está en que cuando hace unos años se levantó la obligatoriedad de votar, la participación cayó en picado. Piñera fue elegido con el respaldo del 25 % del universo ciudadano. Obtuvo el 54 % de los sufragios emitidos, que fueron algo menos de la mitad del censo.

La dificultad está en que los propios mestizos no han construido discursos con sus aspiraciones ni liderazgos propios, bien porque el poder no lo ha favorecido o por su propia dejación. Eso complica la salida de fondo en Chile. Ahora la elite gobernante, trufada de apellidos foráneos, sobre todo europeos no españoles, asegura querer alcanzar un nuevo trato.

El problema es que al otro lado de la mesa apenas hay nadie, más allá de los indígenas mapuche, que tienen claro lo que son y lo que quieren. En cuanto a los mestizos y a diferencia de Sudáfrica, en Chile no hay Congreso Nacional Africano ni un Nelson Mandela para negociar con la elite blanca heredera de la idea de progreso de sus ancestros el final de un apartheid tácito pero hasta ahora invisible, dentro y fuera de Chile.

Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation

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