Otras miradas

Un Planeta para Llarena

José Ángel Hidalgo

Funcionario de prisiones, escritor y periodista

El magistrado Pablo Llarena sale del Tribunal Supremo. E.P./Eduardo Parra
El magistrado Pablo Llarena sale del Tribunal Supremo. E.P./Eduardo Parra

El mal español no es la gripe, ni la sífilis, ni la diarrea, como siempre han proclamado más allá de los Pirineos para chincharnos: es la rabia, cuyos síntomas, como la salivación extrema y pestilente, o la mordedura salvaje lanzada al mismo pescuezo del prójimo, han sido muy estudiados por los más sesudos veterinarios. Uno de ellos fue Valle-Inclán, doctor en animalidades: infectado como estaba por el virus, dejó descritas sus abominables consecuencias con genialidad propedéutica en Luces de Bohemia.

Es la rabia la que nos lleva a abrirnos el cráneo a garrotazos antes que resolver la disputa sin ensangrentar el corral, o a echar mano de la prisión para aniquilar a los que odiamos por que no son de nuestra cuerda. Esa enfermedad de síntomas patéticos y violentos no revela sino nuestra gran debilidad histórica, la propia de un padre que siempre llega a casa mamado, y que apalea a sus hijos por la envidia miserable que le suscita el esplendor secular del vecino, Europa. Es la nuestra una convivencia criminal que nos desgarra porque fatídicamente se traduce, como nos enseñó Pierre Vilar, en una sucesión inacabable de golpes, asonadas y tragedias sin cuento que afianzan el alma oscura de esta maltratada familia que es España.

Cuando tras cuatro décadas de europeísmo y democracia creíamos que esas violencias íntimas estaban siendo superadas, volvimos hace dos años otra vez a echar mano de la navaja encarcelando a doce políticos electos, humillando así de paso a millones de catalanes (los que les votaron) por cuestiones declarativas o procedimentales que podrían haberse resuelto con un buen multazo e inhabilitación de por vida.

Con esta sentencia del Tribunal de Luxemburgo nos han vuelto a sacar los colores en la UE, cuatro o cinco malditos jueces extranjeros enemigos de nuestro destino de gloria y unidad: ahora resulta que Oriol y compañía eran gatos inmunes a la rabia, esa enfermedad que apesta la boca de los que no creen nada más que en la aniquilación de los que se interponen en su camino. Ya tenemos servida la reyerta, otra vez.

Con el fallo luxemburgués, lo que me parece a mí que ha quedado fuera de toda duda es que el juez Llarena ha estado dos años creando para sus lectores un planeta judicial paralelo. Llarena pensaba, arrastrado por su desbocada fantasía, que nunca habría de someter sus sentencias a la revisión de tribunales europeos, enemigos como se sabe de compaginar lo literario con lo procesal, tal y como hoy mismo hemos podido comprobar.

Pero éxito en la fabulación de esos mundos irreales no le ha faltado: miles y miles de adictos disfrutábamos hasta ahora de la absorbente invención de la pluma de Llarena: con cada entrega, más crecía el interés por el retorcimiento angustioso de los argumentos. Era fascinante comprobar, por ejemplo, cómo el prurito del magistrado por dar caza, atrapar y encarcelar, chocaba con la realidad escurridiza de los bandidos comiendo libremente mejillones por las calles de Bruselas.

Pero más allá de entretener a sus lectores, Llarena estaba dando argumentos para que el odio se inflamase por la España poco dilecta y extensa. La crueldad de sus decisiones no siempre estaba respaldada por el equilibrio que un juez siempre debe observar entre deseo y realidad, y es esto, en efecto, lo que vienen a reprocharle desde el Tribunal de la UE. Y no es la primera vez que recibe un varapalo semejante. Y las que pronto vendrán.

Lo que pienso yo ante esta sentencia es que el premio Planeta no debería haber sido este año para Cercas, sino para la pluma inspiradísima del desafortunado juez: se lo merecía más. Qué lástima que no presentara sus autos a concurso, cuando se sabe además que dentro de ese grupo de propagación editorial cuenta con adeptos a su literatura tan irredentos como yo. Críticos de tan buen gusto jurídico como Pérez Royo o Martín Pallín, siempre pusieron en valor la capacidad de fantasear del magistrado.

Por cierto, me consta que Javier Zaragoza sí que tenía intención de poner en valor su pluma aspirando al Premio Novela Negra de RBA. Lo iba a hacer bajo el pseudónimo Fiscal Razzi, aunque a la postre desistió: le informaron a tiempo de que en esta edición se presentaba un tejano arrogante tocado por un sombrero Stenton, ex marine de Afganistán, casi nada, y claro, "así es que no hay manera", parece que resopló con desánimo en las narices del confidente.

Y es una lástima, pues menuda novela de conclusiones para aniquilar a los doce patibularios del procés firmó Zaragoza. Era para quitar el hipo. Su complejidad expositiva de su obra, siempre en el filo de lo, por atildado, vulgar, la hacían sin embargo poco comparable a la ambición estilística de los relatos de Llarena.

La verdad es que no sé a quién pretendía engañar Zaragoza con el pseudónimo que eligió. A mí no, desde luego, que me he leído un par de veces La Cartuja de Parma. ¡Razzi! Ese sí que era un fiscal que sabía darle gusto al Príncipe.

En fin, que Juan Manuel de Prada denunciaba hace poco, sin asomo de amarguras personales, que en España ya no se hace buena literatura: ahora vamos sabiendo por qué: se amustia sin regar en la cabeza de altos togados que dedican su tiempo a berrinches de chancillerías y tribunales. Una verdadera atrocidad.

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