Otras miradas

Orán, Madrid, Wuhan

José Ángel Hidalgo

Funcionario de prisiones, escritor y periodista

A pesar de cepos y venenos deletéreos, hay que aceptar con cierto desespero que las ratas han logrado de nuevo sobrevivir a su penúltima extinción. Como locas además por un hambre redoblada, están saltando a nuestras calles por millones: un flujo surte sin cesar de las alcantarillas para tomar este Madrid que tan dichoso se creía. Más gordas y astutas, regresan dispuestas a infectar con sus bacilos la pulpa de todo lo feliz que vean crecer a su alrededor.

¡Pero de qué nos sorprendemos! ¡Una nueva peste propagada por los asquerosos bichos! ¡Como si acaso esta última epidemia no estuviera ya cantada!

El ‘pied noir’ Albert Camus, ni francés ni argelino, niño humilde y escritor de tormentas, apátrida detestado por el refinado París de Sartre, publicó en 1947 La Peste, novela en la que hablaba metafóricamente del nazismo como de una plaga nunca extinta: las ratas la volverán a traer, nos vino a decir.

En su libro, la ciudad de Orán es clausurada a cal y canto tras declararse una rigurosa cuarentena: entre sus muros se desatan todas las miserias que conlleva la amenaza de enfermar y, al poco, morir con seguridad; los bubones sospechosos abultan en el cuello de los seres más queridos, la exasperación del calor se hace insoportable junto al espectáculo de la montonera de cadáveres que no paran de crecer por las calles.

La Peste es la metáfora política de la latencia del nazismo (cumplida como calamidad en Orán), y que ahora volvemos a recrear, con inconsciente ligereza, aquí mismo, en Madrid: despistados por el miedo al coronavirus de Wuhan, Camus clamaría porque se nos escapa la letalidad del verdadero bacilo que ayer se volvió a inocular a este país con la apertura del curso parlamentario.

Ya tenéis a las ratas otra vez campando a sus anchas, afilándose las uñas, nos reñiría: no hay que creerse eso de que fueron alguna vez aplastadas, pues a salvo en lo más oscuro de las tripas de la tierra, entre los escombros de lo inhumano, prosperaron como los hongos en la podredumbre de una cueva: ¡os volverán a infectar!

Con la tapa descorrida, desde la gran alcantarilla saltan ya los bichos por millares a la conquista de las plazas, mordiendo en las pantorrillas de los niños y en la nariz confiada de los hombres: todo un ejército de alimañas que hacen chirriar sus dientes de contento ante la carne floja que se les pone a tiro.

¿Qué democrática sanidad las podría enfrentar?

"El bacilo de la peste no muere ni desaparece nunca, puede permanecer dormido durante decenios en los muebles, en la ropa (...) espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles...", escribe Camus.

Habrá que aceptar que la plaga es la que es, y no cerrar los ojos ante su gravedad, con toda su carga cierta de rabia y locura "para desgracia y enseñanza de los hombres" concluye el gran escritor.

Con el discurso del rey ante el nuevo Congreso, ¿no habrán sido las ratas invitadas a corretear libres por una ciudad cien veces ya caída, pero no por ello de imposible defensa? Pues precisamente para no precipitarnos en el marasmo que anuncia la fiebre alta y la leucocitosis, pórtico de la infección, tenemos novelas como La Peste: para que no nos durmamos en nuestra complacencia democrática, para espabilar y que no nos despisten a corto plazo la salud con otro tipo de epidemias.

Y vayan por cierto mis mejores deseos para los sufridos habitantes de Wuhan.

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