El 13 de febrero de 1991, miles de refugiados iraquíes se ocultaban en el refugio Al -Amiriyah, un barrio residencial al oeste de Bagdad. Eran las 4:40 de la mañana cuando dos F-177 estadounidenses lanzaron bombas de 900 kilos guiadas por láser. El fragor fue inmenso. La vibración se expandió por todo el barrio, como un inmenso mugido de dolor. Los cuerpos quedaron pegados a las paredes. Los aullidos por las quemaduras se fusionaron con la densidad del humo. El resultado fue que 408 personas, entre las que había 261 mujeres y 52 niños, perecieron en un instante. Sus cuerpos se fundieron con otros, atrapados entre el hierro y el hormigón.
El ex secretario de estado Dick Cheney sugirió que Sadam puso ahí a los civiles. La guerra-espectáculo del Golfo, inaugura la saga a la que estamos acostumbrados, algo ya natural y sin consecuencias para los criminales que las promueven. Sin embargo, hay algo de placentero en la guerra de propaganda: observarla en tiempo real te hace partícipe, lo que democratiza el acceso a la información y globaliza los sentimientos de aversión sectaria. Entre lágrimas, las niñas de bien americanas despedían a sus guerreros, mientras los comandos europeos maniataban a los militares del bigote en un desierto kuwaití.
La destrucción afectó a casi todas las centrales eléctricas del país, más de un centenar de puentes, y todo su tejido industrial. ¿Qué contarán los libros de historia cien años más tarde, cuando cese la censura?
¿Os acordáis de la guerra sin nombre?; se pregunta una chica iraquí en la magnética serie documental Homeland, Irak año 0 (Abbas Fahdel), que narra la invasión del 2003. Es de suponer que se refería a la primera guerra retransmitida en directo. El visionado de esta obra aporta más que cualquier libro de texto, sin embargo, la realidad del dolor no se puede soportar con facilidad. Es como un destello que impide aguantar la mirada. Hay personas a las que arrancan la vida, y sin embargo quedan en la memoria, pero las invasiones producidas sobre el país árabe también se dirigen a arrasar su cultura, de ahí el saqueo de todos los museos y lugares históricos.
Siempre hay motivos para volver a Oriente Próximo. ¿Tendremos una tercera guerra mundial (TGM)?, preguntan tras el asesinato de Qasem Soleimaini. Cuando invadieron Siria surgió la misma duda. Tras el derribo de las torres gemelas, se barruntaba el inicio del fin. Tañían las campanas del apocalipsis tras la invasión de Afganistán. La TGM es un fatalismo milenarista que aturde a las sociedades democráticas. Sin embargo, desde Irak, Libia, Siria, Afganistán, Palestina o Líbano ya han padecido 4 o 5 terceras guerras mundiales.
En Oriente Próximo siempre hay un país al que liberar de un sátrapa persa, como en América latina una nación la que sacudir del yugo socialista. Ambas "regiones geográficas" son dos preocupaciones que acechan al hombre libre, tan preocupado por el bienestar de los oprimidos.
Hay algo de pasivo en observar las guerras ajenas, y también un punto de entretenimiento. Los manifiestos antibélicos parecen un ejercicio superfluo e inútil, pero en realidad tienen una capacidad de disuasión enorme. En Senderos de Gloria, Kirk Douglas grita: ¡el patriotismo es el último refugio de un canalla! Un hijo de inmigrantes judíos como él, quien malvivió en las calles de Nueva York, conoce el perfecto valor de la patria cuando se sublima, y también lo que sucede cuando algunos canallas se refugian en una bandera.
Hemos asistido a varias guerras mundiales en forma de vídeo juegos, sin embargo, es aconsejable que los niños y las niñas europeos estudien los fotogramas de Homeland, Irak año 0, o Senderos de Gloria, para tener así unos técnicos de calidad. Todo humanista con ciertos conocimientos científicos reconoce que el odio está hecho de una materia oscura que reposa en las personas. Sin embargo, no se percibe, porque esa materia oscura no emite radiaciones aparentes, y solo en momentos de tensión, se manifiestan las ondas tóxicas. El peligro de la guerra es lo que se incuba en periodos de paz.
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