Otras miradas

Las cicatrices de la pandemia

Daniel Bernabé

Pocos transeuntes en la Puerta del Sol de Madrid. E.P./Marta Fernández
Pocos transeuntes en la Puerta del Sol de Madrid. E.P./Marta Fernández

Centro de Madrid. Cerca los emblemáticos museos han cerrado, el rumor del tráfico ha ido decayendo a lo largo del día, a la par que en la televisión, las redes y el whatsapp el ruido aumentaba. Llevo todo el día en casa, al igual que en enero o noviembre. Es lo que tiene escribir, que compartes despacho y cama, sin jefe, pero tampoco horarios ni vacaciones. Salgo a tirar la basura, aprovecho para dar una vuelta a la manzana que me separe de pantallas y agobio por no desconectar de lo mediático en muchas horas: finjo que es por cuestiones profesionales, pero sé que en fondo es tan solo miedo. Todas las conversaciones con las que me cruzo por la calle, esos fragmentos que pronuncian desconocidos, suenan igual. Todas.

Nunca había visto a esta ciudad así. Quizás lo que más se le aproxima fueron los días posteriores al 11-M, cuando al ir a trabajar en cercanías el pasaje, habitualmente ruidoso, iba en un silencio que dolía. Nadie había pautado ese comportamiento pero hay gestos que salen solos, por lo que intuimos compartir. No tan sólo esta ciudad, sino este país, ha vivido momentos que le han puesto a prueba. Se me ocurren los miles de jóvenes que fueron de todas partes a Galicia a limpiar la mugre de aquel petrolero. También la gente de la misma tierra que se tiró a las vías a rescatar a los viajeros de aquel tren accidentado. En Barcelona, cuando a un fanático le dio por arrasar las Ramblas, hubo gente que cogió la mano de alguien que no conocía mientras que llegaban las ambulancias. Siempre he confiado en que este país, o mejor, la gente que vive en este país (incluso los que no se sienten parte del mismo, también los que no han nacido aquí) aún recordamos el significado de la palabra comunidad.

Por desgracia, he de decir, que bastó una visita al supermercado para darme cuenta que esto no es como fue entonces, que si el dolor se comparte el pánico se enfrenta. No sucedió nada fuera de lo normal, más allá de algunas baldas vacías, pero lo habitual se había mezclado con lo extraordinario y daba la sensación (por esa verdad de la mirada) que habíamos pasado de ser clientes a ser competidores. Las imágenes de las enormes filas de clientes la tarde anterior, cuando la suspensión educativa fue el toque para romper la tensa calma, fueron clamorosas. Un saqueo educado, una rapiña sin perder la compostura. Llenar el carro de una presunta salvación para después pagar con tarjeta. Quizás incluso añadir unos cupones de descuento. La gente siempre son los otros hasta que la espiral del miedo te hace pasar de crítico a cómplice.

En otra de mis salidas, a comprar un cartón de tabaco, no un paquete, me fijé en la panadería colindante al portal, mostrando en el escaparate unos croissants de un aspecto inmejorable. Esto no es Leningrado en 1943 ni lo va a ser. De hecho, esto no es ni siquiera el Madrid que pasó sitiado tres años recibiendo bombas. Nosotros tampoco somos los mismos. No es que seamos peores, es que simplemente hemos interiorizado que nuestro día a día sucede por arte de magia, y que no hay camiones, ni ganaderos, ni agricultores que sacan de la tierra lo que nos comemos. Tampoco basureros que se llevan lo que ha sobrado mientras dormimos. El mero hecho de pensar que este ciclo puede suspenderse, ni siquiera definitivamente, nos lleva a perder el norte. No es una crítica moral, es la constatación de un hecho. Somos como nuestro entorno nos hace ser, uno en el que no manda la realidad, sino el sueño pueril del consumo, ese que nos hace pensar que los alimentos, y casi todo, se crean mágicamente para que podamos adquirirlos en horarios absurdos. Los que nos dejan. La España llenísima y la España vaciada son simbióticas, una mueve el capitalismo de lo innecesario, la otra crea lo que se necesita para la vida. A ambas las protagoniza una misma clase social.

La política se cuela entre el temor y deduzco que la mayoría no quiere ni escuchar hablar de ella. Sería encomiable dejarla a un lado, si no fuera porque es imposible. Claro que la política pequeña, la partidista, la mezquina, debería retirarse estos días. Esa que busca ampliar el error o el acierto para atizar al contrario. La cuestión es que incluso al enfrentarnos a un virus, algo que debería reducirse a un proceso técnico, la gestión neutra no existe. El barco se lleva a babor o estribor, incluso dejando el timón en un punto muerto las corrientes te arrastran sin pedir disculpas.

El Gobierno lo ha hecho tan mal o tan bien como cualquiera de nuestro entorno. El problema es que el papel de la política se ha reducido tanto que apenas queda espacio para maniobrar. No es, como muchos plantean, un debate entre la democracia liberal y China, sea lo que sea el país asiático. Sino entre los que redujeron la política a una comparsa de la economía, y a la economía la amordazaron para que pasara de ser una actividad humana a un sortilegio al servicio de unos pocos. Resulta extraño que en un momento tan catastrófico nuestro sistema en vez de dar certezas se ponga a llorar como un niño malcriado, la bolsa, o aproveche para advertir que no es momento de revertir la catástrofe del austericidio, el FMI. Que alguien me explique cómo se combate un virus bajando impuestos, que alguien me cuente de qué vale vivir a expensas de las opiniones de un casino, cuando la lucha por la salud parece un impedimento para su ruleta. Pasa con esta enfermedad, nos lleva pasando demasiado tiempo con el trabajo o la vivienda.

En Tiburón, la memorable película que Spielberg rodó a mediados de los setenta, un peligro inesperado aparece acechando las playas de una isla cuya industria son las vacaciones. Aunque el bicho se toma el aperitivo con varios bañistas, el alcalde se niega a cerrar las playas porque los comerciantes le fuerzan para no perder la temporada alta. En los primeros compases de cualquier crisis las autoridades buscan el equilibrio entre las medidas de control y la normalidad, presionados por resortes económicos pendientes sólo de sus beneficios. Los grandes por codicia, los pequeños por supervivencia. Que los chinos hayan cazado al tiburón a lo mejor no tiene que ver con su autoritarismo, sino con que la asociación de comerciantes no pone impedimentos para cerrar las playas porque no se les va a dejar caer.

Lo más desesperante es que quien habla de irresponsabilidad es el mismo individuo que considera al semáforo es un aparato liberticida. El Gobierno ha actuado erráticamente en algunos aspectos de esta crisis no porque sea imbécil, sino porque asume que las barreras a lo político son insalvables, algo común a nuestro entorno pero poco edificante para un Ejecutivo que se sitúa en la izquierda. El problema, y todos lo sabemos, es que los que ahora exigen mano de hierro hace una semana hubieran hecho una campaña contra el "socialcomunismo" que nos quiere arrebatar las libertades. Lo neoliberal es una fantasía de horizonte, como la mula y la zanahoria, que vale únicamente para justificar como un hecho natural la ofensiva que los que tienen la pasta lanzaron para borrar los avances sociales. Pero que cuando las cosas se ponen jodidas es susceptible de olvidarse en un cajón. El debate no es entre libertad o tiranía, sino entre una economía al servicio de unos pocos o como herramienta para el bien general.

Hoy estamos en manos de una gente, los profesionales de la sanidad, a los que se atacó inmisericordemente en la crisis económica. Hoy nos damos cuenta que en tiempos de repliegue hacia la identidad excluyente, la comunidad internacional es más necesaria que nunca. Hoy nos echamos las manos a la cabeza cuando una youtuber difunde estupideces y bulos, mientras que hicimos astillas la autoridad intelectual. Hoy reclamamos certezas con el peligro de caer en servidumbres. Hoy nos declaramos democracia cuando hemos aceptado que el voto vale menos que la prima de riesgo. Hoy reclamamos una dirección cuando hemos asimilado que la libertad es un eufemismo de lo egoista. Hoy queremos una comunidad que nos cuide cuando hasta el último mono habla de los impuestos como un broker de Wall Street. Hoy nos damos cuenta que el sálvese quien pueda es un mal camino cuando la mayoría pintamos muy poco. Hoy aprendemos que las alarmas para el hogar no nos hacen invulnerables. Hoy la realidad nos sitúa ante el hecho de que no puede haber un mundo de primera y de segunda porque, de repente, es a nosotros a quien nos cierran las fronteras. Hoy nos explota en la cara que la vida no es elegir entre ocho marcas de pasta de dientes. O al menos no debería serlo.

Saldremos de esta como hemos hecho siempre. No sin cicatrices. Lo prioritario es que cuando eso ocurra sepamos leer esas marcas. La vida espera al otro lado.

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