En el debate sobre la censura nunca se habla sobre utilidad. El tema siempre se reduce a lo mismo: dónde se ponen los límites de lo tolerable, qué baremo ético aplicamos a la libertad de expresión. Y normalmente se nos escapan cuestiones tan importantes como: qué se consigue censurando y para qué hacerlo.
Y es que censurar en la era de la información también es poner un altavoz sobre lo censurado. ¿Quién, de otro modo, conocería a Valtònyc o a Pablo Hasél? Cuando El Jueves fue secuestrado por una portada donde salían los reyes follando, ¿cuánto aumentaron las ventas del número siguiente? ¿Cómo iba a pagarse Camilo de Ory semejante propaganda en los medios generalistas con el poco dinero que tiene? No pretendo frivolizar el alcance represivo de la censura, sino constatar el hecho de que cuando la Ley pretende callarte, tu producto se convierte en noticia y genera interés público.
Además de la publicidad, la censura hace que la gente simpatice con lo censurado aunque se encuentre lejos en términos ideológicos, estéticos o morales (a mí, personalmente, C. Tangana me cae un poco mejor desde que lo censuró el ayuntamiento de Bilbao a instancia de la izquierda).
Cierto es que al censurar se pone el tema en la palestra, pero también se habla de ello en términos absolutos, en una mesa donde no hay espacio para el matiz ni para el análisis del resto de la obra. Suele ser una frase en una canción, o un gesto entre diez mil. Se debate sobre el despropósito, sobre la salida de tono, el comentario neonazi y el chiste macabro; desde una perspectiva moral y sin hacer un juicio sobre el contexto. Todo se sobredimensiona. Todos nos sentimos muy ofendidos y nos aferramos a una opinión inamovible. Nos creemos más decentes e íntegros aunque esa misma tarde hayamos dicho la misma burrada en el bar. O una muy parecida.
O sea, censurar tiene la potencia de: crear complicidades extrañas entre gente enfrentada ideológicamente, precisamente por oponerse a la censura (Luis María Ansón denunciando el cierre de Egin y Egunkaria); radicalizar las posturas, al reforzar el caparazón de la intransigencia fanatizada; convertir el debate ideológico en un asunto de moralidad pública; dotar de un halo de atracción aquello que se censura, es sabido que lo prohibido nos "seduce"; infantilizar a la población que para protegerse necesita un Estado que filtre las ideas peligrosas por ley. Pero al margen de todas sus consecuencias, sobre todo, la censura nos convierte en hipócritas: porque la libertad radical de pensamiento es un bien colectivo.
En la era de las redes sociales el Estado puede reprimir al emisor del mensaje, pero no existe una censura capaz de suprimir aquello que considera censurable, para entonces ya ha dado la vuelta al globo... De todos modos, lo que no existe, sobre todo, es una censura sobre los detalles sin importancia aparente. Sobre el modo en que los periodistas hablan, o deciden el tamaño de la noticia y escogen la fotografía de la portada. Veo una noticia titulada: "¡Vaya barriga tiene Scarlett Johansson!" Y dado que todos tenemos barriga, lo que quieren decir es que la actriz está gorda. Solo alguien completamente loco podría pensar que La Scarlett (así la llamamos en casa) está gorda. Además, ¿y qué si lo estuviera? Manda un mensaje muy peligroso. Un mensaje que penetra en la mente de muchas chicas adolescentes y posa una semilla de odio hacia sus cuerpos que se esparce y genera desordenes alimenticios, anorexia, bulimia, tristeza y demás problemas psicológicos. ¿Se puede censurar eso? ¿Se pueden censurar todos y cada uno de los pequeños mensajes que difunden los medios y que acaban conformando una ideología que nos destruye como sociedad? No se puede, a pesar de que solo un sistema totalitario intentaría hacerlo, tampoco sería eficaz.
La obsesión propagandística con el cuerpo de las mujeres es un ejemplo que ya ha analizado y denunciado mil veces el feminismo. Por eso habría que preguntarse qué significa realmente la animalada machista y cafre (la que hace que se nos caiga el monóculo en la copa), comparada con el trabajo cotidiano y exquisito que medios, publicidad, y todo tipo de artefactos culturales, que hace que millones de niñas y adolescentes odien su cuerpo mientras no los conviertan en objetos de consumo socialmente aceptables. Las cuerpos de las mujeres como mercancía, los migrantes como ciudadanos de segunda, y los trabajadores como piezas recambiables sin más valor que su capacidad de generar plusvalía. Tal es el imaginario ideológico que penetra de manera cotidiana y subrepticia en la sociedad, destruye sus lazos de solidaridad y la individualiza.
Las formas de transmisión de la ideología son inescrutables. No existe manera eficaz de censurarlas, ni sería coherente hacerlo para quienes queremos una sociedad libre. Tampoco debemos trasladar debates que son políticos al plano moral, porque entonces cualquier argumento chocaría contra el muro de la fe. Porque cada grano de arena en el desierto de la enfermedad social merece un debate político apasionado, digamos No a la censura y a sus mamporreros. Aunque se vistan de izquierda.
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