Conocí a Francesca durante los primeros días de mi estancia en Roma. Es la cajera del supermercado donde hago la compra habitualmente. La verdad es que no recuerdo cómo conectamos tan bien, pero desde el principio nos reímos juntas. Siempre que me ve, me mira con sus grandes ojos negros y de su voz rota sale un chorro con el que me chapurrea en español. Yo le contesto como puedo, pero lo habitual es que la mayoría de las veces lo haga en un malísimo italiano. De tanto hablar y encontrarnos en el súper (llevo seis meses en Roma realizando una residencia artística en la Real Academia de España) quedamos en darnos los teléfonos para salir a tomar una cerveza, pero al poco tiempo comenzaron las medidas restrictivas y no la vi más.
La crisis del coronavirus hace que la realidad se desmorone. Rompe la cotidianidad en pedazos. Pienso en la pereza que me daba antes coger el autobús de las cinco de la tarde, o en la desgana de cualquier otra actividad cotidiana y ahora la extraño ansiosamente. Me siento frágil ante esta realidad que me supera a cada segundo que pasa sin saber lo que me espera, que se destruye en cuestión de segundos, golpe tras golpe, con cada una de las noticias que van cambiando la vida a cada momento.
"La vida es eso, no saber lo que va a pasar, lo que ocurre es que antes no nos dábamos cuenta", me dice mi hermana por teléfono con la sabiduría de un filósofo griego. ¿Cuántas grandes lecciones puedo sacar de las pequeñas conversaciones que tengo con mis seres queridos estos días? He perdido la cuenta. Esto también me sirve para pensar mucho en mi abuela y en todas las personas que soportaron tanta dureza durante la Guerra Civil sin tan siquiera transmitirnos un ápice de su dolor para no cargarnos con ello.
Caminando hacia el supermercado pensaba en la belleza de lo minúsculo como acto salvavidas. También en la imperiosa búsqueda de la desconexión, aunque sea un segundo, de la tristeza colectiva, de las caras grises; y en la necesidad de encontrar silencio, de detenerse a mirar alrededor y cuidar(se). En parte creo que el arte ayudará en esto. Ya lo ha hecho en otras circunstancias de mi vida y lo volverá a hacer. Subestimamos el poder de sanación de la cultura.
Cuando llegué a la cola del supermercado iba con los cascos puestos escuchando a todo volumen algo de petardeo, creo que era Inevitable, de Shakira. Éramos unas cinco personas haciendo fila esperando pacientemente en la calle. Desde el aislamiento se controla el aforo rigurosamente, nadie puede entrar al supermercado hasta que alguien salga, y eso ha hecho que a medida que van pasando los días, la pandemia modifique la escenografía del súper. Hoy la novedad era la aparición de un guardia de seguridad al lado del empleado que ordena los turnos de entrada y salida. Y para completar el set apocalíptico, algo de atrezzo: unas vallas metálicas separan el supermercado de la tienda de ropa. Entiendo que es por evitar el robo, pero es inevitable pensar en un decorado más belicista que ese.
Así que por fin he visto a Francesca. Al ser lunes por la mañana me imaginé que me la encontraría, sé que sale todos los días a las dos, aunque no sé si con estas circunstancias estará doblando el turno. Sé que tiene un hijo adolescente y un novio que vive, bueno, vivía, (la pandemia le bloqueó el retorno) en España. Admiro su fortaleza y buen humor. Siempre que la veo le digo que la quiero. El caso es que arrastraba el carrito de la compra medio lleno mientras hablaba por teléfono con un amigo cuando al doblar una de las esquinas de un pasillo, me la encontré de golpe. Me saludó gritando muy alto mi nombre, así que colgué muy rápido. El reencuentro merecía dedicarnos tiempo. Se bajó tímidamente su mascarilla y dejando una distancia de seguridad que me señaló con un gesto, extendió su mano muy lento hacia mí mientras me decía en italiano sonriéndome: "Estamos lejos, pero estamos juntas". Acto seguido, burlonamente, colocó sus manos sobre su pecho y formó un corazón.
Volviendo a casa me encuentro con el lema "Tutto andrà bene" (Todo irá bien) que se lee en miles de balcones de las calles de Roma. La verdad es que no se si irá bien, pienso en lo frágil que es el símbolo del arcoiris que acompaña a la mayoría de las pancartas, pero sólo puedo confiar. Confiar en la capacidad que tienen las diminutas alegrías cotidianas de salvarnos la vida y sacarnos de esta.
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