En estos tiempos que nos ha tocado vivir, tan entre la vida y la muerte, confieso que si hay algo que me asuste más que morir es encontrarme sola en esos momentos. Así que creo que la peor condena de muerte posible es la que impone este virus cruel y, por lo tanto, que es el peor final que puedo imaginar tanto para los míos como para el resto.
De hecho, es tan así, que, si me dejo, el terror me paraliza. Al principio lo hacía aunque no me dejara; ahora ya sé de lo que es capaz y me dedico a intentar dominar a la bestia. Esto no es más que eso, un intento de hacer lo mejor posible con nuestras vidas después de haber mirado a los ojos al abismo.
En esta batalla, he descubierto que abrir el foco me ayuda a ver la foto más amplia y que el verme más pequeña, frena el temblor, que como aleteo de mariposa, se me ha instalado en las venas, como un escalofrío discontinuo que no descansa.
En esa foto más grande, también es cierto, que pronto he visto claro que no hay certezas en esta desgracia; que cuando de verdad sepamos cómo y sobre quiénes actúa este mal será cuando juntemos todos los datos, pasada la tormenta, y se contrasten con calma; que ahora hay estudios y contraestudios circulando sin parar, cuyas conclusiones no concluyen casi nada o, lo que es lo mismo, que la comunidad científica solo dicta ciencia cuando llega a algún final y esto, todavía, no acaba. De momento, la única verdad es que, de repente, ha llegado algo que en el sentido más serio, el de devidaomuerte, iguala; algo que dispara al corazón del individualismo, a la falacia del sálvese quien pueda, a la mentira que es la soledad absoluta.
Y todo esto ha ocurrido, mientras pensábamos que vivíamos tiempos anodinos, cuya única novedad era la vuelta de los reaccionarios; que no había ningún gran cambio a la vista y aquí estamos, con el imparable capitalismo parado; con la certeza de que si nos movemos, en números serios, todo cambia en un abrir y cerrar de ojos. No habría autovías para todos si todos saliéramos a la vez a las carreteras, decía un médico para explicar la necesidad imperiosa de aplanar la curva de contagios. Sin embargo, conviene tener presente que no es el virus lo que más mata; es la precariedad del sistema sanitario ante una avalancha. Cuando termine todo esto tendremos que preguntarnos cuantos murieron no de Coronavirus sino de no tener la suerte de llegar a cuidados intensivos cuando tenían un aparato disponible para ayudarles a respirar cuando no pudieron. La suerte esta vez está más que echada.
Aunque también es cierto, si abro todavía más la lente, que no hay muro ni ejército que pueda parar a una buena multitud. Ahora más que nunca sabemos que no hace falta ni un solo disparo, ni siquiera una bofetada o un grito, para cambiarlo todo, solo nuestra presencia. El sistema, simplemente, no soporta a una mayoría yendo junta a donde no se la espera.
Así que, viendo esa foto enorme, me pregunto si somos capaces de aplaudir a las ocho para apoyar a nuestros sanitarios, ¿qué nos impide salir a las tres, a la hora del telediario, a agitar nuestras huchas para exigir al Gobierno que ayude a los que no saben cómo van a comprar comida la semana que viene? ¿A qué están esperando para aprobar la Renta mínima garantizada? Tal vez necesiten que les empujemos un poco. ¿Por qué no podemos pedir también quitas de nuestras hipotecas y alquileres, lanzando globos con la cara del Tío Gilito a la hora en la que abren las bolsas? ¿Por qué, si nosotros vamos a tener que ganar menos, los bancos solo van a tener que esperar un poco? Un rescate social es algo serio y tangible y, de momento, no lo estamos tocando.
Son solo ideas para hacernos conscientes de que tenemos el manifestódromo más a mano que nunca y que deberíamos aprovecharlo.
Y, cuando acabe todo esto, ¿por qué no salir cada Noche Buena, a la hora del discurso, a la terraza, a pedir cacerola en mano un referéndum sobre la monarquía, que ya está apestando?
Hay tantos por qué no, podríamos hacer tanto. Significa tanto que estemos juntos.
Comentarios
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