Otras miradas

La crisis de la COVID-19 apunta a un tiempo nuevo en la ciudad

Cristina Mateo Rebollo

Decana Asociado, IE University

Vista de Las Ramblas, en Barcelona. REUTERS/Nacho Doce
Vista de Las Ramblas, en Barcelona. REUTERS/Nacho Doce

Las ciudades solo existen en relación a la gente que las habita, y estos días en que hay silencio, y ni oímos gritar a los niños, ni hay ruido de tráfico, ni murmullo social, no tenemos conciencia de su existencia. Imaginamos que siguen ahí, porque cuando salimos solos, con mascarillas y guantes, vemos que siguen las calles, las aceras, y alguna gente de la que rehuimos, pero eso no las hace ciudades; su esencia, la interacción social, ha desaparecido.

El tiempo de la ciudad es también importante para la conciencia de su existencia, las ciudades son expresión de nuestros ritos cotidianos, las horas punta, la hora de la comida, por no hablar en países como España, de festividades como la Semana Santa, que estos días estaría llenando las calles de desfiles y procesiones. Ahora el tiempo es idéntico, no cambia, no tiene picos y valles. Es plano y elástico, inquietante.

El diseño viene en nuestra ayuda

Confinados en las viviendas de nuestras ciudades, la mayoría sin un diseño adecuado para estar tanto tiempo en su interior, nunca nos habíamos fijado en lo bajos que eran nuestros techos, lo mal que cerraban las ventanas, lo mucho que se oía la música del vecino o el olor intenso que desprendía la tortilla de patatas que cocina alguien que vive cerca, pero también oímos lo que antes solo escuchábamos ocasionalmente cuando salíamos al campo: trinos de pájaros variados, el repicar de la lluvia...

En ciudades como Venecia, con un flujo masivo de turistas internacionales, se ha vuelto a escuchar el sonido del agua y el dialecto local. Digamos que nuestro umbral de percepción se ha visto modificado, y nuestros sentidos están más despiertos que nunca.

Se mira más que nunca a la planificación urbana

Así pertrechados con esta nueva sensibilidad, nos creemos inmunes al nuevo tiempo post-COVID-19 que creemos se reanudará en breve, y que imaginamos inaugurando con fuertes besos y abrazos, y siendo mejores personas, más preocupados por los vecinos mayores, por nuestros propios amigos y familiares, en una especie de "propósito de año nuevo" gigantesco.

Por si esto no es así, hay algunas cosas que podemos aprender mientras tanto. Durante muchos años el espacio físico se ha usado para minimizar y tratar enfermedades e infecciones. Con la invención de las vacunas, esto parecía haberse controlado, pero con la aparición de enfermedades como la COVID-19, se ha vuelto a mirar más que nunca a la planificación urbana y la arquitectura, para garantizar una distancia social, que en nuestras ciudades evite riesgos infecciosos.

En este punto, la imaginación se desborda: ¿habrá lavamanos portátiles para preservar la higiene? ¿se diseñarán los espacios públicos con mucho mayor nivel de automatización para evitar posibles contagios: puertas automáticas, ascensores activados por voz, interruptores y controles de temperatura activos, sin contacto?

El diseño urbano definitivamente afecta nuestra salud física y mental. Por una parte, ya se especula sobre el nuevo rol de los parques, espacios públicos y terceros espacios en los que es bien sabido lo beneficioso de su vegetación para combatir la fatiga cognitiva y el estrés, pero que en el tiempo post-COVID-19 además, es posible que experimenten un "revival" al permitir vernos unos a otros (algo probablemente deseable), y a la vez sin riesgo, ya que en ellos siempre se puede mantener una distancia social, que probablemente se irá adaptando a cada contexto cultural.

Y las oficinas, cuya existencia se cuestiona ahora porque la mayor parte de los trabajadores realizan teletrabajo desde sus casas, se redimensionarán para ser una especie de campus, como lo define desde hace tiempo la firma de arquitectura UN Studio: espacios sin duda más sociales, más "terceros espacios", en los que establecer vínculos interpersonales y generar comunidad. Pasarán de ser un lugar al que ir obligados a ser un ‘hub’ de referencia al que acudir en busca de confort, de manera que una vez termine el confinamiento, corramos a ellos.

Estamos aprendiendo mucho

En el tiempo COVID-19 estamos aprendiendo mucho. Y hemos llegado a la misma conclusión que neurocientíficos del Massachussets Institute of Technology) (MIT), que consideran que las interacciones sociales son tan básicas como el comer.

Estos días hemos comenzado iniciativas de interacción social virtual que nos acercan al otro, al vecino que no conocíamos, y estamos posiblemente más cerca de amigos y familiares con los que no teníamos tanto contacto como hasta ahora, aunque sea a través de pantallas.

De hecho, estamos asistiendo a una sucesión de expresiones culturales de solidaridad que se han viralizado: las canciones desde los balcones y terrazas para animar a la población vecinal, y verdaderos festivales como el #YoMeQuedoEnCasaFestival, con un cartel de más de 40 artistas que emiten conciertos en Instagram.

Y es que las redes sociales se han convertido en generadoras de una creatividad solidaria. En TikTok, los adolescentes han creado memes que les mantienen ocupados, mientras que en Twitter, el hashtag #HighRiskCovid19 ha funcionado como un agregador de opiniones de personas con situaciones de fragilidad a través del que difundir información desde su experiencia personal.

Son iniciativas que nos remiten al rol de la vecindad como generador de afiliación. Desde intercambios de libros a preparación y entrega de comida a domicilio difundida a través de Twitter: #YoTeCocino, a la clase de gimnasia desde el patio central para los vecinos de los distintos bloques, pasando por los vídeos de doctores en Irán, bailando para mejorar el estado de ánimo de sus pacientes, y por supuesto, los aplausos diarios al personal sanitario.

Todos ellos denotan el despertar de un aletargado espíritu vecinal que nos remonta a tiempos que quizás nunca conocimos, donde unos vecinos cuidaban de otros, y en los que, a diferencia de las primeras generaciones que provenían del éxodo rural, se ha producido de forma intergeneracional, entre boomers y generaciones que van de la X, a la Z.

Sin embargo, y pese a que los psicólogos recomiendan horarios estrictos, el tiempo Covid-19 se nos hace elástico, y tal vez por ello en España pasamos más de 5 horas de media al día consumiendo televisión y superamos en 12 puntos la media mundial de tiempo empleado jugando a videojuegos online.

En definitiva, frente a una epidemia que nos ha obligado a un aislamiento obligatorio, y a salidas excepcionales y dirigidas: al supermercado, a la farmacia... nos hemos sorprendido por este espíritu a veces espontáneo, a menudo clónico, pero en cualquier caso, lúdico-constructivo que ha hecho que nos examinemos críticamente.

El tiempo post COVID-19 no va a hacernos tan buenos como esperamos, ni nos va a blindar para siempre. Lo cierto es que desde que estamos recluidos el aire es más puro y ha bajado el crimen, y hemos participado de iniciativas que buscan promover la interacción social y salir del aislamiento para buscar sentirnos cerca, apuntando a un tiempo nuevo para la experiencia de lo urbano, conscientes de lo que significan las ciudades. No todo será tan bueno como pensamos, tal vez sea mejor.


Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation

The Conversation

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