Otras miradas

Cuarentena a un océano de distancia

Loreto Mármol

Periodista @mlorem

Una playa cerrada en Montevideo (Uruguay), dentro de medidas adoptadas para enfrentar el covid-19. EFE/Raúl Martínez
Una playa cerrada en Montevideo (Uruguay), dentro de medidas adoptadas para enfrentar el covid-19. EFE/Raúl Martínez

Entre exilios en casa, países varados, despegues frustrados e idas y vueltas, la autora narra un mes de confinamiento inusual que comienza en Uruguay y continúa en España. Es el testimonio de uno de esos 21.000 españoles y residentes en el país -según el Ministerio de Exteriores- que se encontraban en el extranjero y que han podido regresar en plena pandemia de coronavirus.

Me despido de Montevideo en 18 de julio, su gran vía. (Tengo que hacer un trámite urgente). Una pareja se abraza llorando. Un vendedor ambulante le cuenta a otro que Mujica ya no recibe visitas en su casa. Ese lugar de peregrinación al que acudían gentes de todo el mundo para ver al filósofo moderno cierra por emergencia sanitaria.

Las hojas amarillean. Muchas se acumulan sobre el piso. Las veredas son alfombras doradas. La calzada de Avenida Uruguay está con las tripas afuera. Desenterrados quedan los fierros de las viejas líneas de tranvía, entre nubes polvorientas.

La ciudad benedettiana, más nostálgica que nunca, ha convertido la actividad propia de los días laborables en un domingo. El fin de semana juega al apocalipsis, y el lunes al laburo: vuelta a la carga (viral). No ir al trabajo no está en los planes de varios miles. No les queda de otra, de eso depende su pan de cada día.

Las autoridades apelan continuamente a la libertad individual en aras del bien común. De nada sirve si no hay elección, si las medidas de contención no se acompañan de incentivos para que los ciudadanos eviten la circulación. El Gobierno ha decidido que "no se pueden apagar los motores de la economía". Que no pare la vorágine de hacer pesitos mientras se prohíben los besitos.

El país slow motion está a medio gas, mientras las calles de grandes urbes permanecen vacías. El mundo entero, abierto en canal y patas arriba, por un diminuto organismo, ni vivo ni muerto, que impone la quietud en una sociedad que se creía en continuo movimiento; en un sistema económico en el que la desaceleración es sinónimo de crisis.

Algunos dirigentes como Trump, Bolsonaro y Johnson apostaron por la economía, sin implementar medidas drásticas de aislamiento social. La realidad es que han tenido que ir reculando y adoptar estas políticas impopulares que están demostrando ser las más eficaces para evitar que el virus se propague rápidamente. Al final se trata de optar por la vida.

Salvando las distancias, ahora que las distancias más cortas han de ser de un metro y medio, Italia y España son dos espejos rotos en los que mirarse con un realismo mágico propio de la Macondo de Gabo, esa ciudad imaginaria que hizo cuarentena para protegerse de la peste del insomnio, organizando la vida "de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir".

Aún se escuchaba la carcajada general al ver que en China construían un hospital en diez días, cuando los italianos empezaron a frustrarse porque en España no creían que podían estar ante un futuro inmediato.

Muchos ciudadanos sintieron que los estaban alarmando demasiado y sin motivo: "Estoy bien para superar una gripe un poco más fuerte".

Muchos gobiernos de los que llaman el primer mundo pecaron de ingenuos, dejando en manos de los empresarios la decisión de si los empleados tenían que ir o no a trabajar.

Mal síntoma que el colectivo de la sanidad sea el que recomiende no hacerlo. Mal asunto que sean las multas las que disuadan de desplazarse a las localidades costeras y segundas residencias.

En un mundo acostumbrado a lavarse las manos (ahora también de forma literal) costó algunos días entender que esto va de proteger a los más débiles. Fueron unas cuantas vidas después, la de esos abuelos que tanto sufrieron en la posguerra española. Duele saber que están muriendo solos, sin despedidas ni entierros.

Cuenta alguien que ha sobrevivido que lo que más le ha impresionado son los gemidos de muchos ancianos llamando a sus madres con un susurro. Dicen los profesionales de la salud que es muy habitual a esas edades.

Esos países van por delante, y el efecto dominó es imparable. La ola, o peor, el tsunami difícil de surfear ha cruzado el océano. Es una crónica anunciada, y los errores parecen repetirse. América Latina podría convertirse en la mayor víctima del covid-19.

El diario del lunes cuenta que las medias tintas y los mensajes livianos no sirven y que hay que ser muy prolijos para ejercer la solidaridad, la empatía y la responsabilidad social. Uruguay se ha limitado a "exhortar" a la disciplina colectiva. Hacerlo de un día para el otro, al mismo tiempo que se traslada un mensaje de peligro descafeinado, no parece suficiente.

Hay quienes olvidan que quedarse en casa es un lujo para los que su día a día depende de ir a trabajar. Para los que no la tienen y se quedan en la calle solos, con la sensación de estar encerrados a la intemperie. O para los que estamos a 10.000 km de la nuestra.

Llamo a la familia:
—No podemos volver.
—¡¿Cómo?!
—Se ha cancelado el vuelo, este y todos, "por tiempo indeterminado; hasta nuevo aviso"— repito como una autómata las palabras de la empleada de la aerolínea.

Escribo para un periódico sobre los exilios de Rafael Alberti y Mario Benedetti, poetas de acá y de allá, y sobre todo universales. Veo un documental sobre el destierro de Alfredo Zitarrosa: "Volveremos los idos y los recién llegados, los nacidos en otras primaveras, que traen en los ojos sus pájaros pintados".

Nos creíamos libres, pero me siento como una marioneta en un mundo global con restricciones de movilidad. Con los cierres de fronteras se han hecho realidad los sueños húmedos de algunos. Me pregunto si esta crisis solo servirá para aumentar los nacionalismos más rancios y para que seamos más obedientes.

Escucho en la radio que los extranjeros deberían tener un seguro de salud para que su atención no repercuta en el bolsillo de los uruguayos. ¿Desconocen que los seguros de salud no suelen cubrir las pandemias?

Cuando los recursos amenazan con escasear también se termina la solidaridad, y empieza la caridad. Dar lo que te sobra no es compartir, y hay cosas muy serias como para dejarlas en manos de los donativos.

En la tele algún ministro dice que velará por la seguridad de los uruguayos y las uruguayas. ¿Qué pasa con los ciudadanos de otras nacionalidades? No hay frontera que pare una pandemia, pero a los gobiernos les gusta decir que velarán por sus compatriotas.

Algunos empiezan a ver el acento español con recelo, aunque estés aquí varios meses antes de que todo esto comenzara.

Son las 21.00h. Mi única cita de los últimos días es en el balcón. En tiempos de confinamiento (literalmente, fin de la idea de encuentro o cosa compartida), caceroleo para aporrear las incertidumbres, cocinar el abatimiento y comerme la bronca y los miedos. Son unos minutos para hacer ruido y escuchar a los vecinos. Saber que no estamos solos en esto.

Pienso en la frase del poeta John Donne: "La humanidad es un continente".

Sale un vuelo especial, "de rescate", lo llama el piloto, y llego a Madrid, la zona cero. Aterrizo de golpe en otra realidad. España se asemeja a un pueblo fantasma, en una especie de toque de queda permanente sin guerra. No hay nadie en los 450 km de ruta. Llevo a mano los pasajes de avión para explicar a las autoridades, en caso de que me paren, que tengo una razón justificada para desplazarme: regresar a casa.

La pesadilla empezó un viernes 13, como una buena distopía. Lo que antes era ciencia ficción ahora se llama drama. Se impone un lenguaje bélico de Estado de excepción, Estado de sitio (y sitios sin estado). Es la mayor emergencia desde la Segunda Guerra Mundial, pero no hay frentes, ni somos héroes, ni tenemos que dar ninguna batalla porque tampoco somos soldados.

Los anuncios televisivos dejan el mensaje de que somos un gran país, como dando fuerzas a la gente atrincherada en su casa. Así, encerrados y atomizados en edificios como colmenas, expuestos en las torres de cristal de un gran acuario urbano para los peces de ciudad, una sociedad orwelliana te vigila. Si sales, el vecino te increpa. La policía te pregunta. El ejército te para.

El tiempo se ha detenido en un calendario con hojas en blanco, atrasando fechas que habrá que posponer. Planes y proyectos personales en pausa, convirtiendo lo cotidiano en extraordinario.

Nos especializamos en gráficas, subiendo una montaña rusa y esperando la caída libre que parece que nunca llega. Aprendemos que las curvas tienen pico.

Con miedo a no tener salud ni comida, afloran los instintos más básicos de lo maternal y la supervivencia. Porque en esta economía de guerra (otra vez la guerra), esperamos con la despensa llena, a expensas de que nos coman a besos: "Besar con hambre atrasada", que decía Benedetti.

Contaba Galeano que el primer gesto humano es abrazarse, pero la gente empieza a acostumbrarse a no hacerlo. Chirría hasta verlo. Los programas de televisión que muestran abrazos advierten en letra pequeña que se grabaron antes de que apareciera el coronavirus.

Llego sin abrazos de despedida allí ni de bienvenida aquí. Apachucho (acaricio con el alma) a familiares desde la ventana, desde la que ven la vida pasar desde hace más de una veintena de días.

Apunte: no olviden que quedarse en casa es un privilegio. 1.600 millones de personas en el mundo habitan hacinados en espacios precarios; para ellos es imposible lavarse las manos y mantener las distancias.

Alguna parte de mí debió desprenderse en mitad del Atlántico con las sacudidas de las turbulencias, entre dos hemisferios y dos latitudes. Exiliada, en casa, con un océano atravesado, siempre a un océano de distancia de seres queridos, veo con impotencia al presidente Luis Lacalle Pou "pensando en el día después de esta epidemia", cuando en este desafío de magnitudes históricas, que allí recién empieza, las predicciones caducan al día siguiente.

Locos por volver a la normalidad, cuando no sabemos cómo será la normalidad que vendrá, vivimos en el aquí y ahora más que nunca.

Su Ejecutivo, que acaba de cumplir poco más de un mes, debiera quitarse la corona y enfrentar este virus que diluye colores políticos. En cómo y cuándo lo afronte va el futuro.

Sigo tratando de transformar el tedio en un tiempo para rumiar, repensar y reinventar(me), para que la desescalada comience por la mente, para ser capaces de ver más allá de nuestra propia ventana.

El escritor y pensador Henry David Thoreau, que afirmaba que "el hombre es rico en proporción a la cantidad de cosas de las que puede prescindir", fue a los bosques, deliberadamente, para vivir de una forma tan intensa y espartana que pudiese desechar todo lo que no era vida.

Me recibe "una primavera con una esquina rota" (una vez más Benedetti). Pero creo, como Neruda, que, aunque corten todas las flores no podrán detener la primavera, porque "a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer", que decía Sabato. Para volver. Y volver, siempre, sin la frente marchita.

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