Otras miradas

A la señora de aquella pensión

Andrea Momoitio

No sé cuántos sábados lo haríamos, pero fueron varios. Cogíamos el tren desde nuestros respectivos pueblos y nos íbamos juntas a Bilbao. Muy cerca del parque Amézola, una mujer bajita y regordeta, tenía una pensión. Justo al abrir la puerta, te encontrabas de frente con el salón y a la izquierda, un pasillo largo. Ella solía estar viendo la tele con su marido y otra mujer más mayor. Recuerdo con nitidez el estampado de los sillones, que tenían pinta de ser incomodísimos. Pagábamos 30 euros y ella no nos pedía el DNI porque éramos, evidentemente, menores de edad. Podría creer que se enternecía ante nuestro amor adolescente, pero lo cierto es que tenía casi todas las habitaciones libres el fin de semana y aquellos 30 euros le vendrían de maravilla. En su pensión se alojaban, sobre todo, hombres que venían a trabajar a Bilbao entre semana. Los cuartos, tendría 4 o 5, eran pequeños y muy modestos. El baño era compartido, pero todas las habitaciones tenían lavabo dentro. Las viejas mantas eran horribles, pero no nos importaba mucho. Antes de llegar, parábamos en un supermercado que había cerca para hacer acopio de todo lo que necesitábamos para pasar juntas la tarde: un paquete de patatas y alguna cerveza. Follábamos como se folla cuando no tienes miedo a nada, como cuando nadie te ha dicho todavía si lo estás haciendo bien o mal. Follábamos como si nadie supiera que estábamos allí, con esa pasión que se anula siempre con el miedo, con los años, con la vida. Luego, alrededor de las diez de la noche, cogíamos el tren de vuelta. A veces, nos uníamos a nuestras respectivas cuadrillas y decíamos que habíamos pasado la tarde con las amigas del pueblo en el que pasábamos el verano. Malditas mentiras a las que te aboca la lesbofobia. Alguna vez nos atrevímos a meternos juntas al baño de alguna discoteca, pero ella siempre se ponía muy nerviosa: "Nos van a pillar. Nos van a pillar", decía entre besos. El peor bar para enrollarnos era el Inferno porque los baños tenían esas malditas puertas que no llegan hasta el suelo. Entonces sonaba en bucle la canción de Pereza en todos los locales: "Sigo buscando una sonrisa de repente en un bar" y yo siempre buscaba la suya entre la gente.  Me sonreía y yo no podía entender qué narices era lo que estábamos haciendo mal. ¿"Soltar en una carcajada todo el aire y después respirar"?

No quiso que nadie supiera nunca que estábamos juntas y, luego, la vida me ha llevado a camas clandestinas en más de una ocasión: "Es mejor que nadie se entere de esto. Yo es que no soy lesbiana". Una tipa maravillosa de la que me enamoré vivió una relación con otra mujer durante años sin que nadie supiera que se querían. Aquello hizo mella, claro. Desde la Federación estatal de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales (FELGTB) me cuentan, por un reportaje que estoy haciendo para Pikara Magazine, que hay madres lesbianas que no hablan de sus hijos e hijas en el trabajo. Inocente de mí, pensaba que la maternidad obligaba a salir del armario. En mi entorno, algunas compañeras todavía no han contado en casa que viven relaciones lésbicas. En algunas parejas, la apuesta por la visibilidad de una de ellas provoca la ruptura. Amores que dejan de serlo por miedo al qué dirán, besos que dejan de darse por miedo a los insultos, a los palos, a la cárcel; bailes secretos en la cocina, polvos a escondidas, cartas que no se guardan por miedo a que alguien las encuentre algún día; silencios incómodos y verdades a medias que hacen evidente que, todavía hoy, el lesbianismo puede ocultarse sin mayor dificultad. Ajá.

He ido flexibilizando mi postura en cuanto a la importancia de la visibilidad lésbica con los años. Eso sí, sigo sin entender por qué hay personas privilegiadas que deciden ocultar sus relaciones. Entiendo que lo hagan todas aquellas que viven pendiendo de un hilo, las que tienen trabajos precarios o familias violentas. Hace unos meses –el tiempo se ha detenido y es complicado recordar cuándo sucedió qué– participé en unos encuentros de medicusmundi Bizkaia para incorporar la perspectiva de la diversidad sexual y de género al mundo de la cooperación. No era obligatorio asistir, así que se puede presuponer que quienes lo hicieron, tenían interés en el tema. Durante un momento del debate, para mi sorpresa, se cuestionó la importancia de la visibilidad de las lesbianas con proyección pública. Hablábamos de Rosana. Algunas compañeras decían que a nadie le importa con quién te acuestas y que el deseo es una cuestión que atañe, en exclusiva, a tu intimidad. Pero no sólo hablamos de deseo o de sexo cuando hablamos de lesbianiamo. La manera de relacionarnos sexoafectivamente, nuestra identidad, nuestra forma de amar o la configuración de nuestras familias no son elementos que puedan considerarse del ámbito privado en ningún caso. Por mucho que la derecha se empeñe en evitar que la política forme parte de nuestras esferas más personales, tanto nuestras identidades, como nuestros deseos y nuestras familias, están mediados por lo público, por lo político. Algunos Estados tratan de proteger la diversidad, con leyes más o menos acertadas; y otros se dedican a limitar con violencia nuestras vidas. Mientras existan políticas y discursos que cuestionen nuestra forma de ser y de estar en el mundo, que traten de regular nuestras vivencias, la orientación sexual y de género seguirá siendo una cuestión política de primer orden y la visibilidad, una batalla simbólica inacabada. Muchas lesbianas estamos bregando por lograr el lugar público que nos corresponde.

En 2018, el Observatorio contra la LGTBfobia registró casi 30 agresiones al mes en Madrid. Insisto: Madrid, 2018. La violencia contra la población LGTBQI+ es una realidad innegable, que, sin embargo, algunos niegan. Toma formas muy distintas en cada caso y en cada territorio, pero sus huellas se hacen visibles en nuestros cuerpos sin que podamos evitarlo. La invisibilidad es una de esas formas de violencia, que ataca al autoestima y lo deja hecho polvo. No se puede obviar que es también una forma de protección y de resistencia, que nos ha mantenido a salvo en infinidad de ocasiones. Ocultar nuestra forma de amar puede evitar, sí, que nos insulten o agredan por la calle, que nos echen del trabajo, pero ¿cómo ocultas a tu familia? ¿Cómo niegas un beso a tu novia? ¿Qué le dices a tu madre cuando te vas de vacaciones con tu amante? ¿A quién mientes para protegerte? Si "cualquier excusa, una chorrada, es buena para brindar", ¿cómo no vamos a brindar, a plena luz del día, por las que somos? Y, sobre todo, por las que fueron.

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