
No son pocas las lecciones que se extraen de la inacabada crisis provocada por la pandemia del covid-19. Afectan en modo transversal a conflictos de índole dispar y a situaciones que se antojaban muy improbables hace unas semanas. Por ejemplo y junto con mi colega Raúl Jiménez, se ha incidido en dimensiones aparentemente foráneas tales como el ingreso mínimo ciudadano y la robotización de nuestra provisión de políticas públicas, o el uso de la inteligencia artificial para contrarrestar los efectos letales del coronavirus.
A diferencia de lo que sucede en otros países (valga el ejemplo de nuestra vecina Portugal) el debate entre los partidos se ha encanallado hasta límites insospechables. Todo valga a la oposición por desgastar al gobierno de turno cueste lo que cueste. Así, se vuelve hablar de la coalición social-comunista con un afán claramente de frentismo inútil y peligroso. Al redactor de estas líneas, que también tuvo su experiencia política en las trincheras, le vuelve esa cantinela empleada como arma arrojadiza de los elementos franquistas (los menos quisiera pensar) del partido UCD, que por aquel entonces (1979-1983) estaban en la oposición de la Diputación Provincial de Madrid, antecedente institucional de la Comunidad de Madrid.
Con mi vuelta al mundo académico en países anglosajones, tuve ocasión de comprobar la fascinación que en esas sociedades postindustriales se dirigía al estudio del comportamiento electoral del median voter. Dicho con palabras simples, las influyentes escuelas neofuncionalistas de la estadounidense American School of Comparative Politics exclusivizaban (y continúan a hacerlo, aunque ahora más atemperadamente) sus análisis en los comportamientos electorales del votante medio. Sí, ese que "ve, compara y, si no encuentra algo mejor, compra" en forma de programas que convengan a su autointerés individual en la concurrencia de los candidatos en liza. Implícito en semejante enfoque, como bien interpretó el admirado y malogrado politólogo florentino Giovanni Sartori, es que las ideologías y las trayectorias históricas de nuestras sociedades palidecen o son, sencillamente, despreciadas con el paso del tiempo. Todo sea en aras del marketing por ofrecer una ganancia material incontaminada de pensamiento político y de visión social de conjunto.
Según los postulados de la "lucha democrática de clases" (Seymour Martin Lipset), con el desarrollo del capitalismo consumista tras la Segunda Guerra Mundial las pugnas de carácter consensual en las democracias postindustriales reemplazarían a los tradicionales conflictos interclasistas. La meritocracia y una igualdad generalizada en las oportunidades vitales de los ciudadanos constituirían los elementos legitimadores y organizativos de las nuevas sociedades, los cuales sustituirían los privilegios heredados y las adscripciones de estatus y rango características de las primeras sociedades industriales. Las recientes evoluciones sociales, con un incremento de las desigualdades, han falsado repetidamente tales análisis normativos.
Así pues, los partidos tienden a ganarse las consolidadas preferencias del votante medio. Sin llegar a una pretendida situación de fin de la ideología, los cleavages (divisiones o fracturas sociales) por cosmovisiones políticas (derecha e izquierda), y los alineamientos partidarios a menudo pierden el carácter decisivo que poseían en el pasado. No es esa la evolución de la pugna partidaria ahora desatada en España. Como en cualquier otra democracia competitiva de nuestro entorno civilizatorio, prima en la actuación de los partidos el acceso al poder institucional. En nuestra presente crisis, empero, todo se encamina a la lucha por la poltrona al margen de cualquier otra consideración. Sentido del Estado como quizá haya correspondido a los tiempos de Felipe González después de la muerte del dictador Franco, son una antigualla de la que se reniega irresponsablemente.
Pero el afán no se circunscribe a tener acceso a las poltronas sino a conservarlas a cal y canto, o desbancar a sus ocupantes por los métodos más expeditivos que puedan utilizarse. Cueste lo que cuesta. Y no pocos ciudadanos asistimos desmoralizados al juego electoral con los muertos de la crisis vírica; ceremonia de confusión diabólica e inmoral.
No cabría asignar incapacidad e incompetencia especifica a nuestros representantes políticos españoles. Recuérdense, por ejemplo, aquellas palabras del jefe del Eurogrupo, el infame Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupo, que en referencia a los países PIGS de la Europa del Sur dijo aquello de: "No puedo gastarme todo mi dinero en licor y mujeres y a continuación pedir ayuda".
Según su experiencia vital, el admirado Leonardo Sciascia afirmaba que en el mundo podían observarse cinco grandes tipos de humanos: uomini (hombres), mezzi uomini (medio hombres), ominicchi (hombrecillos), pigliainculo (lameculos) y quaquaraquá (cuacuaracuá). ¿Serían Vdes. capaces de asignar (aun tentativamente) los porcentajes de políticos españoles que corresponderían a esas cinco categorías? Por lo observado en el desarrollo de la crisis que tratamos de gestionar y superar entre todos, al redactor de estas líneas se le antoja que la última categoría está claramente sobredimensionada. El ejemplo del inefable Donald Trump ha permeado las conductas a este lado del Atlántico más de lo que hubiera sido deseable.
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