Otras miradas

El cambio climático, una pandemia a cámara lenta

Maria Àngels Viladot

Doctora Psicologia Social y Escritora

Pixabay.
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El coronavirus ha apartado la crisis climática de la tribuna pública, pero esto no significa que el problema se haya desvanecido. Dos de junio, Día mundial del medio ambiente. La ocasión para dedicar un momento a hablar de ello. Lo sé. Deben de estar hartos.

¿Plantean las dos crisis problemas comparables? La invisibilidad es uno. Las personas asintomáticas con la Covid-19 no saben que están infectadas y, en cambio, son fundamentales para el contagio. Para una parte también de los habitantes del planeta, las consecuencias del calentamiento de la Tierra aún son invisibles. Ahora bien, el período de incubación de cada crisis es diferente. En el caso del virus, dura un par de semanas, mientras que el del cambio climático dura décadas. Es un fenómeno lento y difuso, y eso es lo que lo hace tan peligroso, lo que hace tan difícil que la gente sienta la urgencia de hacer algo. Sólo nos damos cuenta cuando lo tenemos encima, igual que consideramos que Wuhan estaba "demasiado lejos" para preocuparnos.

Sin embargo, no veo "lejanía" en un mundo donde Wuhan se encuentra sólo a cinco apretones de manos con Occidente. Heidegger describió la globalización como "la abolición de la distancia", y ahora ya sabemos el motivo. En dos meses, un virus se ha extendido por todo el mundo. En cuanto al calentamiento global, conceptos como "aquí" y "allá" son engañosos. El filete que comemos "aquí" amenaza la cosecha de un agricultor "allí". El avión que alguien coge "allí" hace que el nivel del agua del mar suba "aquí". Así pues, el cambio climático también es una pandemia, pero la infección que provoca se extiende lentamente. La similitud va más allá de la enfermedad y se aplica al cuidado. Sabemos que el confinamiento frena la propagación del virus, algo no muy diferente ocurre en el caso del cambio climático: todas las personas, organizaciones y países que reducen la huella de carbono están frenando el calentamiento terráqueo.

Todos somos, pues, parte del problema y de la solución, pero no en un mismo grado. Nos gusta decir que "el coronavirus no discrimina" y no es así. Hemos asignado a las personas mayores la categoría de víctimas "vulnerables". Esta categoría, sin embargo, incluye varios grupos más: las personas que viven en el Raval, Nou Barris, Trinitat Vella, las endeudadas, los refugiados, los parados. El riesgo de estos grupos de sufrir los efectos devastadores de la pandemia es muy superior a la media. Lo mismo podemos decir con el cambio climático. Nos afecta a todos, pero los que menos contribuyen a la crisis climática son los más afectados y, viceversa, los que más contribuyen son los menos afectados. Para hacernos una idea, el 10% más rico de la población mundial produce la mitad de todas las emisiones de CO2 generadas por el consumo. Por el contrario, el 50% más pobre sólo es responsable del 10% de estas emisiones, pero son los más afectados por las malas cosechas, las industrias en crisis y los desastres climáticos. Me parece que la distribución desigual de la emergencia climática es una crisis en sí misma.

De modo que, si bien los impactos del cambio climático son perceptibles en todos los rincones del planeta, hay poblaciones en el mundo donde actúa con mucha más dureza dada la pobreza que soportan. Y, dentro de estos países, tiene efectos más perniciosos en las personas en una situación de mayor vulnerabilidad: en los ancianos y en las personas con enfermedades mentales en las que los calores extremos las afectan hasta matarlas. Millones de niños y niñas están en riesgo por los daños y el estrés postraumático de los impactos climáticos. Bajo estas terribles conmociones el comportamiento, el desarrollo, la toma de decisiones y el rendimiento académico quedan gravemente afectados. También la organización patriarcal de la sociedad coloca a las mujeres embarazadas y las mujeres en general en situación de vulnerabilidad. No es que las mujeres sean vulnerables por naturaleza o con poca capacidad de resiliencia o decisión. Lo demuestra su papel de líderes y activistas en contextos de crisis defendiendo la tierra y en las estrategias de adaptación al cambio climático. Son las que van a buscar agua a treinta o cuarenta kilómetros, si conviene, lejos de sus hábitats y las que se dedican a recomponer la comunidad y las redes sociales de apoyo después de una calamidad climática y también cuando los hombres han emigrado. De hecho, tanto los fenómenos de degradación lenta (la elevación del nivel del mar y las sequías) como los de aparición rápida (los huracanes o las inundaciones) hacen que muchas personas abandonen sus hogares. Según datos recientes de la Organización Internacional para las Migraciones, las sequías y el aumento del nivel del mar expulsarán de sus hogares a 143 millones de personas en 30 años, con lo que esto significa de angustia y tensión, y, por supuesto, de conflictos que pueden ser graves. Un ejemplo: en torno a 20 millones de personas en la costa de Bangladesh están teniendo problemas de salud por el agua salada presente en los suministros de agua potable como consecuencia del nivel del mar. También un informe muy reciente de Ecodes, "Perspectiva de género de las migraciones", expone que en las circunstancias migratorias las mujeres y las niñas se enfrentan a violaciones y agresiones sexuales. Las emigrantes climáticas son asiduamente víctimas del tráfico de personas.

Pensar que el crecimiento económico sin fin nos llevará a la felicidad es absolutamente falso, cuando ya hemos tomado conciencia de la finitud del Planeta. El cambio climático es la evidencia más clara de esta finitud. Estoy de acuerdo con el concepto de "decrecimiento socialmente sostenible" que el catedrático Martínez-Alier defiende en su libro de memorias Demà será un altre dia. Y, sobre todo, teniendo en cuenta que crecimiento económico sin freno no significa más bienestar subjetivo. El capitalismo es una ideología adicta a las energías fósiles y se basa en la sobreproducción y el consumo. Desde este punto de partida, cuestiono las políticas públicas de apoyo a la ampliación de los aeropuertos, de apoyo al coche, la creación de más autovías y carreteras, los aviones low-cost, las toneladas de ropa desechable que nos llegan de fábricas de Asia hechas por gente en situaciones que nos estremecen. Cuestiono que el dinero no se dedique al bienestar de las personas, a potenciar, por ejemplo, la agricultura y los agricultores. Cuestiono que no se hagan políticas para ocupar el campo. Cuestiono el asfalto de ciudades y pueblos (la manía de asfaltarlo todo) cuando podríamos conservar y alimentar las capas freáticas con el agua de la lluvia. Cuestiono que las ciudades no sean absolutamente verdes y llenas de árboles. Creo que deberíamos empezar a hacer una reflexión sobre si muchas de las cosas que pensamos que nos hacen felices no son cosas prescindibles, absolutamente banales. Quiero hacer una breve pincelada sobre este concepto de bienestar subjetivo. Uno de los indicadores más utilizados para cuantificar el crecimiento de un país es el Producto Interior Bruto. No soy economista, pero sí sé que el PIB sólo se basa en criterios de desarrollo económico y no tiene en cuenta la felicidad y el bienestar subjetivo de la gente, que depende más de la organización de la sociedad y la distribución de las rentas. En los países en desarrollo que no han alcanzado un nivel mínimo los indicadores económicos sí que dan una aproximación a la satisfacción de las necesidades elementales (alimentarse, alojamiento, alojamiento, vestirse ...) pero cuando más próspera se vuelve una sociedad menos bueno es el PIB como indicador del bienestar de su población. Sería más apropiado el concepto de "Felicidad Nacional Bruta", un índice desarrollado en Bhután, basado en medidas de bienestar subjetivo y que ha sido adoptado por varios países, algunos de Europa. En resumen, deberíamos crecer no tanto en cantidad sino en calidad.

En el período de 30 años, el orden mundial basado en combustibles fósiles deberá transformarse en una economía de cero emisiones de carbono. Casi todos los procesos de producción deberán reinventarse, y los costes y los beneficios se deberán repartir de una manera más justa. No digo que las medidas que se están tomando para controlar el coronavirus deben ser como las que nos exige el cambio climático, no. Una sociedad sostenible no puede ser un bunker pandémico. Solo que si algo nos ha enseñado la pandemia es que podemos ser capaces de provocar un cambio social para protegernos todos. ¿Por qué nos parece, pues, mucho más difícil cambiar a una economía verde que tomar medidas rigurosas para combatir el coronavirus? Bueno, de acuerdo, es imposible negar durante mucho tiempo la evidencia de miles de muertos y las UCI desbordadas de pacientes. En cambio, es más fácil obviar la realidad de los refugiados climáticos, de la pérdida de biodiversidad y de los desastres del mismo calentamiento global. Otra diferencia fundamental es que la pandemia del coronavirus se acabará, pero el cambio climático es insidioso y, más tarde o más temprano, nos pasará factura.

Ahora es el momento de resolver no sólo una crisis, sino las dos: ningún rescate para las industrias fósiles sin una estrategia de salida hacia un modelo de negocio de carbono cero en un plazo de 30 años, ningún rescate para las compañías con cuentas bancarias en paraísos fiscales, más fondos gubernamentales para alternativas sostenibles reales comenzando con el gasto de billones para el Covid-19.

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