Boris Johnson esquiva un pacto con sus ex socios de la Unión Europea para que el 1 de enero de 2021 no se produzca un Brexit incontrolado y salvaje. En realidad, y eso les cuesta entenderlo a los negociadores comunitarios, el premier británico preferiría que no hubiese ningún tipo de acuerdo y así mantener el poco capital político que le resta desde que reside en 10 Downing St.
Tras el referéndum de 23 de junio de 2016 y el posterior anuncio de que el Reino Unido abandonaba la UE, existía la posibilidad de prorrogar por un año las negociaciones para establecer un convenio regulador de mínimos que normalizase las relaciones entre las partes divorciadas. Pero esa prórroga debía haberse activado antes del 15 de junio pasado, a lo que el extravagante Johnson se ha negado en redondo. Ahora sólo cabe que UK y UE se avengan a un compromiso que pueda ser convalidado por los parlamentos de los estados implicados antes del final del periodo transitorio el 31 de diciembre de 2020.
Nada impide que las partes divorciantes hagan de la necesidad virtud y pueda llegarse a suscribir un arreglo básico que satisfaga a todos. El redactor de estas líneas desearía que se alcanzase tal colaboración, pero no lo cree posible. Quizá podrían evitarse guerras comerciales, lo que se antoja improbable en el marco de la hegemonía que el capitalismo de matriz anglo-norteamericano pretende consolidar en estos tiempos de pandemia. Además, y esta es la variable más importante a tener en cuenta, Johnson no dispone de margen de maniobra para revitalizarse ante su electorado. Necesita reivindicarse como adalid del Brexit.
Recordemos que, aunque parezca inverosímil, su desastrosa gestión de la crisis provocado por el Coronavirus (y episodios colaterales) no parece haberle pasado factura como líder conservador. Ya en los días del preludio de la brutal propagación por el Reino Unido del letal Covid-19, Johnson se mostraba favorable a aplicar la estrategia de la herd immunity (inmunidad de rebaño). Para decirlo en en palabras simples, el plan consistía en no hacer nada y favorecer sin confinamientos ni medidas de control sanitario lo que entendía como el ‘normal’ desarrollo de las actividades económicas en el Reino Unido.
Ya se inmunizarían los británicos de manera ‘natural’, como si de otra gripe estacional se tratase. Sólo había que dejar pasar el tiempo para que una sobrecargada salud pública se encargase de atender los casos graves, mientras el común de las gentes escaparía por su cuenta de la letalidad del virus. Sucede que el propio Boris, contagiado por el Covid 19, estuvo internado en terapia intensiva durante varios días y aseguró que su vida había corrido peligro. Peor suerte han corrido los 42.000 británicos fallecidos que ahora suponen casi la cuarta parte de todos los muertos a causa del virus en Europa. El Reino Unido es el país con más fallecidos en el Viejo Continente y ha superado los niveles de España e Italia introduciendo el coeficiente corrector demográfico. Sólo Bélgica con 85 fallecidos por 100.000 habitantes los supera.
Un episodio posterior que afectó, aún mas si cabe, la credibilidad política de Johnson fue escándalo protagonizado por Dominic Cummings, quien realizó con su coche un viaje desde Londres hasta el norte de Inglaterra saltándose las reglas de reclusión domiciliaria indicadas para el resto de la población británica. El primer ministro británico salió al rescate del proceder de su gran consejero áulico (spin doctor), a quien defendió en su decisión de saltarse las normas establecidas para el conjunto de la población. Cummings alegó que auxiliar a su hijo era causa de fuerza mayor, lo que para los otros ciudadanos ‘plebeyos’ del Reino Unido no hubiera sido suficiente para abandonar sin previo aviso el confinamiento impuesto a causa del Covid 19.
A la vista de las desgracias e incompetencias del premier Johnson, es fácil colegir que el Brexit es el último recurso que le resta disponible para revitalizar sus fortunas políticas. Por ello no ha dudado en acomodarse a las demandas estadounidenses para acceder a los mercados británicos. Productos de la agricultura norteamericana son recibidos con los brazos abiertos. Así, el polémico pollo clorado, la carne de vacuno genéticamente modificada, entre otros comestibles prohibidos en los supermercados continentales, no tendrán problema alguno para el consumo humano en el Reino Unido.
Para los negociadores británicos los estándares fijados por la UE para productos como los mencionados son inaceptables. Para los negociadores comunitarios, a su vez, deben mantenerse las reglas del mercado interno europeo y evitar así una competencia desleal a la baja e insalubre. Para los brexiters salvajes la idea de sujetarse a la normativa del mercado interno europeo es anatema. El desacuerdo está servido y Johnson enarbolará el derecho de la libre competencia en comandita con su socio-patrón norteamericano.
Johnson y sus secuaces persiguen un escenario futuro en el que haya una menor interferencia gubernamental, ninguna regulación y más mercados irrestrictos para las ganancias de unos pocos (el mantra neoliberal), y que favorezcan los designios de Wall St y la City en el concierto mundial de los capitales peregrinos. Mucho nos tememos que las negociaciones entre Bruselas y Londres acaben, pues, como el ‘rosario de la aurora’. Es decir, encaminándose a un final en el que los cofrades acaben a tortas (no de comer) entre ellos.
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