Otras miradas

25-S: ¿Leña y punto?

Miguel Ángel Sanz Loroño

Miguel Angel Sanz Loroño
Investigador de la Universidad de Zaragoza

Se sabe desde Napoleón que las bayonetas pueden servir para todo menos para sentarse sobre ellas. El gobierno, en cambio, parece no haberse enterado de este hecho a tenor de los parabienes que la brutalidad policial del pasado martes ha cosechado entre sus ministros. Decir que el movimiento 25-S fue un intento de golpe de estado contra la "sede de la soberanía popular" es, cuando menos, una exageración que precisa de una aclaración. Aunque solo sea por el hecho de señalar que, en nuestra constitución al menos, ni existe tal soberanía ni el Congreso de los Diputados puede ser su sede.

A diferencia de la Constitución francesa de 1793 o la republicana española de 1931, en la Constitución de 1978 no se consagra la soberanía popular, sino la muy distinta soberanía nacional. Desde los albores del liberalismo, se estableció esta división entre soberanías del mismo modo que se distinguió entre democracia y representación. Al margen de las suspicacias que hoy nos genera el propio término de soberanía, la variante popular se asoció rápidamente a la democracia que hoy llamaríamos, equívocamente, radical. Frente a las restricciones que imponía la soberanía nacional de las constituciones de 1791 en Francia, o 1812 en España, las clases excluidas de la definición jurídica de ciudadanía y, por tanto, del sistema político, enarbolaron contra el poder la bandera de la soberanía popular.

Esta soberanía se oponía claramente a la nacional. Por un lado, incluía a más gente que a la nación de propietarios a la que se refería, en última instancia, la soberanía nacional de 1791 ó 1812. Por otro, implicaba unas posibilidades de hacer una política diferente a la oficial y, al menos para la burguesía decimonónica, aterradoramente incontrolable.

No quiere esto decir tan solo que a los redactores del texto de 1978 les motivasen las mismas intenciones o miedos que a todos los ponentes de las constituciones anteriores, sino que las limitaciones que impone el principio de la soberanía nacional no pueden ser obviadas. Solo así puede decirse que el congreso es la sede de la soberanía nacional, puesto que ésta ha sido históricamente representativa, concebida como algo almacenable en cajones o urnas, como un stock de chaquetas. Sin embargo, la soberanía popular no reside en el edificio guardado por los leones en la Carrera de San Jerónimo, sino en el pueblo que emite un mandato de representación. Como el poder constituyente, que es el origen de toda constitución, la soberanía popular es inalienable, universal, antecede a todo principio o institución y está fuera de todo escayolamiento, ya sea jurídico o político.

No debiera sorprendernos que el ministro de Justicia señale que antes de escuchar a las calles hay que escuchar a las urnas. Hace ochenta años, Antonio Gramsci escribió que el Estado liberal se sustentaba en un consenso acorazado de coerción. Consenso, señalaba, no significaba ausencia de tensiones o choques, sino un dominio de las elites más o menos aceptado por la población. Como vemos en el sur de Europa, esto no parece que haya cambiado mucho. En 1945, el capitalismo atlántico integró a la mayor parte del movimiento obrero a cambio de un pacto social. Los sistemas llamados democráticos adquirieron unos mínimos compromisos sociales a los que no se iba a poder renunciar sin destruir la legitimidad del régimen político. En la Constitución de 1978 ese acuerdo se recogió en el Art.1.1. Allí se puede leer que "España se reconoce en un Estado social y democrático de Derecho". A día de hoy ese pacto se ha roto en la Europa meridional. Si alguien ha infringido esa constitución tras la que se parapeta el gobierno es el propio gobierno.

A pesar del ministro Ruiz-Gallardón, quien habla ahora es la calle. Y quien pega y amenaza es el gobierno. Es difícil tener legitimidad cuando el pacto social que la funda ha sido triturado. El consenso se ha adelgazado tanto que solo vemos los dientes afilados de los leones. Las elites y los grandes intereses económicos necesitan a estos leones. En los años ochenta necesitaron a Thatcher y a Reagan como ahora precisan de este gobierno en España o del gabinete Monti en Italia. La brutalidad policial del 25-S no la podían hacer mercenarios pagados por una empresa. Es el estado el que cuenta con la ley y el palo. Los mercados necesitan al estado para "flexibilizar" la economía y hacerla atractiva a la inversión. Roto el consenso, queda el monopolio legal de la violencia. En palabras del secretario general del SUP, lo que se precisa es "leña y punto".

Jean-Paul Marat dijo algo así como que las revoluciones empezaban por la palabra y acababan por la espada. De momento, el gobierno ha tomado la segunda viendo que la primera no le resulta del todo efectiva. De nuevo el liberalismo recurre a la violencia contra lo que no comprende u odia. La colectividad en la calle le resulta históricamente ajena, monstruosa. No puede darle sentido con su lenguaje individualista salvo pintándola como una muchedumbre irracional y furiosa. Prefiere a la gente en casa y, cada cuatro años, acudiendo a las urnas para hablar y luego callar hasta la siguiente cita electoral. Cuando las urnas no valen, como en Grecia o Italia, echa mano de la tecnocracia, la ley y la prensa. Cuando el consenso se resquebraja, aparece el fundamento último del poder, la violencia. Legal, pero no necesariamente legítima.

Se necesita a la policía para proteger no el lugar de la soberanía popular sino el sitio donde se inmoviliza tal soberanía y se legisla contra ella. Los guardianes uniformados de la "soberanía popular" no parecen tener intención de unirse a los manifestantes. No lo harán porque el sistema político que los manda es incapaz de moverse más allá de sus límites. Y son las elites y los mercados quienes delimitan estas fronteras.

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