Otras miradas

El sentido de escribir (y leer) memorias en tiempos de tuits

Yolanda Caballero Aceituno

Profesora Contratada Doctora Temporal (Departamento de Filología Inglesa, Universidad de Jaén), Universidad de Jaén

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Las memorias literarias son difícilmente clasificables. Sus fronteras son altamente permeables con otros géneros. Abarcan mucho más que las etiquetas explícitas de los títulos, y surgen inesperadamente en personajes y momentos de todo tipo de obras. Pueden asomar, incluso, en la calidez de un poema o en la frialdad aséptica de una crónica.

Se hace más justicia a su potencial indomable cuando se las describe como "escrituras de memorias", permeadas de sentimiento, articuladas por la luz naranja de los recuerdos o por el dinamismo cristalizado (raro milagro) de las vivencias únicas e irrepetibles.

Las manifestaciones literarias del yo son un género inabarcable, pero con una significación especial en esta era digital en la que triunfan las voluntades homogeneizadoras, esas que, a golpe de descarnados tuits, nos quieren en serie. Puede que hablar de textos donde la individualidad lo es todo resulte, además de pertinente, sanamente subversivo.

Más allá de la glorificación del ego

Siempre ha habido memorias confinadas a los estrechos límites de la glorificación del ego propio. Escribimos aquí sobre otras, sobre aquellas que están inspiradas por esa generosidad de compartir para transformar el mundo que late en la más noble raíz de la creación literaria: Vivir para contarla (2002), nos dijo Gabriel García Márquez.

Quien se da por entero a narrar su yo genera vínculos y sentimientos que nos recuerdan nuestra humanidad compartida. Reforzarla es vital ahora, en un momento histórico en que el ruido de los populismos edifica fronteras y nos clasifica, irreflexiva y autoritariamente, como personas buenas y menos buenas, como naciones superiores e inferiores, como culturas civilizadas y no civilizadas. Nos interesa aquí la fuerza de la individualidad que une.

De emociones y activismo

El culto a las emociones es uno de los núcleos medulares de la escritura de memorias. Cuando la emoción se comparte, se genera un campo magnético de atracción entre quien escribe y quien lee, porque nos sentimos reflejados y contenidas en lo que creíamos que eran dolores o alegrías de nuestra exclusividad.

El aislamiento, que paraliza, no es transformador. Reconocerse en la otredad es, en cambio, sanador. Nos identificamos con la creatividad terapéutica de quien desnuda su ser para curarse las heridas, y con las líneas de rebeldía que diseñan microcosmos personales de bienestar. Son espacios protectores que desestabilizan el imperio de la negatividad, que siempre nos quiere tristes y en silencio.

En Ordesa (2018), Manuel Vilas verbaliza la oscuridad de pensamiento que callamos y que no mostramos en las poses forzadas de felicidad que entretejen el imperio de Instagram. Lo hace con la misma intensidad que José Manuel Caballero Bonald, en su Tiempo de Guerras Perdidas (1995), nos evoca la luz de esos veranos de la infancia en los que late mucho de lo auténtico que quizá ya hayamos perdido. Nos conmueve la esperanza posibilizadora que rezuma el Cuaderno Rojo de Barcelona (1937) de Mary Low, anatomía de un ser en revolución en la difícil España de 1936.

Sterne, activista de lo humano

Terapéutico fue el Viaje Sentimental por Francia e Italia (1768) de Laurence Sterne, en el que a través de su alter ego Yorick desgranó su intenso amor por las pequeñas cosas de la vida cuando ya estaba comido por la tuberculosis.

En un tiempo de culto exacerbado a la razón, cuando se creía que todos los males del mundo podrían arreglarse recurriendo a ella y a sus ciencias, Sterne prefirió confiar su escritura al sentimiento: coger con suavidad la mano de una muchacha en París y palpar con sus dedos el pulso de sus arterias tenía para él más sentido que conducirse por el mundo siguiendo los dictados de las teorías racionalistas.

Fue activista de lo humano frente a la frialdad de lo abstracto. Y es que la escritura de memorias, con mayor o con menor grado de consciencia, es frecuentemente activista. Quizá Lady Ann Fanshawe no supiera que sus Memorias (1676), en las que se atrevió a plasmar con apasionada vitalidad sus experiencias en España y en Portugal, podrían considerarse culturalmente activistas.

Lo eran porque en pleno siglo XVII, cuando el discurso imperialista anglocéntrico alimentaba el antagonismo entre naciones, la obra de Fanshawe incitaba al abrazo intercultural que entonces no debía darse y se abría desde Gran Bretaña a una nueva epistemología para entender el mundo más allá de reducciones nacionalistas empobrecedoras.

La voz femenina e inmigrante

Activista social e ingeniera de sororidad es la voz de la memoria de Sandra Cisneros que, en La Casa en Mango Street (1984), habla a través de Esperanza Cordero para denunciar la doble discriminación de las chicanas en Estados Unidos. Hilvana sus recuerdos de la infancia con el dolor de las mujeres sometidas al machismo, abandonadas o enfermas de nostalgia por la patria que se quedó atrás.

Rememora a otras que, como Mamacita, no se reconocen en el sonido de una lengua extranjera con la que no se criaron. Las mujeres de frontera hacen en sus memorias de la debilidad fortaleza. En Persépolis (2000-2003) Marjane Satrapi abre horizontes de libertad en el mundo de restricciones que impuso la revolución islámica de 1979 en Irán. Elige trasladarnos los retales de su vida en un formato cómic articulado por continuos actos de resistencia, que son tan desafiantes para el triste Teherán de los velos y los mártires como para la Europa insensible que también alimentó durante un tiempo su sentimiento de soledad y desarraigo.

Configurando espacios propios

La escritura de memorias es hospitalaria: en ella cabe todo, desde las emociones al posicionamiento social, cultural y político. La animan vidas sentidas con tanta intensidad que no pueden quedarse ancladas en el espacio del silencio interior. Lo abandonan y se hacen texto para diseminar su mensaje.

Entonces, lo que creíamos ajeno se nos antoja propio y nos incita a declinar las más variadas invitaciones a la prostitución de nuestro yo. En las memorias podemos reconocernos en lo más auténtico que somos y, con su lectura, crecernos en la configuración de espacios propios, nuestros e inalienables.


Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation

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